La domadora del tiempo

Por Mayra Nebril

A mi amiga Paola que sabe como nadie domar el tiempo.


La licenciada dio comienzo a la conferencia sobre Virginia Woolf a las nueve en punto. Dijo, Buenas noches con una voz melodiosa y serena, estaba sonriente, se la notaba cómoda en su silla, en su ropa, en su maquillaje, en sus palabras y en sus silencios. Inclinó su cabeza para enfocar el ventanal a su espalda, tal vez esperara a alguien más, a pesar de que quedaban muy pocos lugares disponibles. Pronunció las palabras que daban título a su trabajo, hizo una nueva pausa, y del cielo se derramaron litros y litros de lluvia. Leyó. Postuló su hipótesis acerca del lugar que la escritura ocupaba para esta gran escritora. Mecida por el arrullo del agua, la licenciada y Virginia hacían brillar a la melancolía. Se extendió en los enlaces que descubría entre el psicoanálisis, su especialidad, y el arte. El goteo pareció música de fondo a sus apreciaciones. Hizo alusión al agua, imposible no nombrarla, mientras el bulevar inundado a su espalda se hacía río; pero ella parecía saberlo e incluso esperarlo, motivo sobre el cual bromeó en dos ocasiones. Cuando cerró la conferencia agradeciendo el que la hubiéramos acompañado aquella noche, un último relámpago destelló como un flash contra el marco de la ventana, y un trueno fue el comienzo del aplauso con el que se retiró.
Quedamos con un par de conocidos intercambiando opiniones sobre el encuentro, mientras un hombre que había llamado mi atención por la disparidad de su aspecto en medio del grupo de licenciados (un hombre con aspecto rural, bombacha de gaucho, faja con los colores de la patria, camisa blanca limpia y bien planchada, más sombrero de felpa sobre sus piernas) se acercó a la licenciada. Le pidió entre adulaciones que le permitiera hablar con ella sólo unos minutitooz. La licenciada, que había observado el sopor del hombre frente a sus palabras, luego de una primera expresión de fascinación, quiso saber qué tenía para decirle el gaucho, y a pesar de que dijo que estaba apurada por temor a que fuese de esas personas que arrancan a hablar y no paran, le pidió que le explicara qué necesitaba. Creyó que le pediría que atendiera a su hijo, mujer, primo, tío, a bajos aranceles o gratis, costumbre que empezaba a implementarse entre algunos aprovechadores que abusaban de su buena fe. Pero cuando el hombre habló, nada de eso iba a solicitarle, y si ella lo escuchaba, su vida cambiaría para siempre.
–Vine ezpecialmente a verla dezde Vergara, ¿zabe dónde queda?
La licenciada trazó el mapa mental del Uruguay, un triángulo y lo moldeó, el Río Negro partiendo la patria, situó los diecinueve departamentos y los puntos negros con los que suelen indicarse las capitales. Tenía un hijo en cuarto de escuela, andaba clarita en geografía uruguaya, pero Vergara, Vergara, Vergara, Vergara, ni en cuarto de escuela se lo llegaba a estudiar. ¿Rocha, Colonia, Treinta y Tres? Ni idea. Hizo un gesto afirmativo.
–Yo zoy produtor rural, y la coza viene mal, mal. Tengo una prima que no zé cómo conoze a la Mariela, una amiga zuya y le dijo que usté logra hazer llover.
Los ojos de la licenciada se desorbitaron como no lo hacían desde hacía años, imaginen que la profesión de psicoanalista consiste en dejar entrar cualquier cosa por la oreja, pero el gaucho de Vergara la sorprendió, che, y sí, rural, rural, el hombre.
–Y hoy vi el zemejante epetáculo que dio. Ademá llamé a mi primo y dijo que en el Zerro no llovió nadita, y mucho meno en Vergara. Tengo ruralcel, ¿zabe? Dígame dotora ¿podrá ayudarno?
–¿Cómo quiere que ayude?
–¡Y venga a Vergara a darno una charla! En el clu zocial, o le armamo una carpa, de buena calidá claro etá, por zupuesto, a zu nivel, pero en medio del campo, donde má queremo el agua.
–¿Pero usted se da cuenta de lo que está diciendo? ¿Quiere contratarme para hacer llover?
–Y zi, doña… Diculpe Lizenziada. Y sí. El año pazado contratamo a un Pai, venía con recomendazión y todo, de Rivera, pero bien de frontera, ¿vio? zeco zeco, ni una gota cayó. Usté e una profesional. Estudió. Zabe y zabe. No e flor de vaga. No e de querer plata dulze. Ademá viene garantido. Lo vi. Lo vi yo. Y la gente viene a ecucharla y se van con el pecho reventándole de tanta coza nueva que escuchó, y ezo e yapa pa Vergara. Venga, no zé si vamo a entenderla, pero de a poco, ¿quién le dize? Una zerie de cinco o seiz… Diga cuánto cobra. Somo quinze productore rurales.
–Soy licenciada y psicoanalista, no soy domadora del clima, ni meteoróloga.
–Ya zé señora, ya lo zé. Pero qué le cuesta, tómelo como una vacazión, le damo caza y comida, venga con su patrón, con lo botija, hasta ocho puede traer que entran zobrado zobrado. Tómelo como un pazeo.
–No controlo el tiempo, han sido casualidades.
–Y bué, noz animamo igual. Dígame cuánto cobra que nzsotro le tenemos fe a la Mariela, que también etudió tanto. Sabemo que uzté nos zaca del agujero.
–Mil dólares más viáticos –dijo la licenciada midiendo a su contrincante.
–Hecho. ¿Noz da charla el vierne en la noche? No importa a qué hora llegue, la esperamo. Y otra, sábado y otra, domingo. Y si llueve ze viene otra vez pa Vergara, la otra zemana. ¿Le pareze? Por supuezto que le pagamo otra vé su honorario, otroz mil, digo, ¿entiende?
–¿Dónde queda Vergara?
–En Trenta y Tré, a sezenta kilómetro de la capital. Por la ruta 18. E precioso, tenemo el arroyo de Parao, ze pesca que da guzto. Vienen de acá y todo. En zemana santa van pa allá unos cuantos de la capital, ¡no se crea!
–Déjeme pensarlo.
–No zoy licenciado en nada pero zé que si no aceta ahora el dinero, no voy a tener zegunda oportunidá. Le doy la mitá ya, y le dejo esta hoja en la que está ecrito cómo llegar, mi nombre, mi teléfono. También lo nombre de los otroz productore que la contratan. ¿Le dije que somo quinze? Y lo nombre de laz mujere nuestraz, por la duda si prefiere hablar con ellaz. Pa que vea que todo es bien familiar.
–Usted comprende que no puedo garantizar la lluvia
–Claro. Claro. Ya sé que no e una cienzia ezata. Ya sé. Ya zé. No se azuste, usté tranquila, le tenemos fe.
–¿Aun así quiere darme el dinero? – la licenciada pensó en ese viaje del cual se habían privado por falta de recursos disponibles para ese rubro; el fajo de billetes apresados con una banda elástica era obsceno en el centro de la mano ajada y áspera del gaucho.
–Claro, claro, si no etuviéramo convenzido no etaría acá ecuchando hora y pico de su Virginia eto y aquello.
–Bueno, acepto el dinero y le aviso el viernes a qué hora llego y cuántos somos.
La licenciada se subió a su auto y se colocó el cinturón de seguridad. Encendió la radio y se activó el CD de Sting que escuchaba para distenderse, Roooooxanneeee, you don’t care if it’s wrong or if it’s right. El fajo de billetes parecía un grano verde en el asiento del acompañante, lo miró de reojo y tarareó, puso el motor en marcha y arrancó.
Al contarle a su marido lo sucedido, comprendió que era aún más raro de lo que su hora de convivir con ello le permitían ver. Pero cuando habló del dinero que le pagarían, y mostró el fajo verde, a la vez que aclaró el destino de dicho dinero, el esposo de la licenciada accedió a hacer llamados para chequear los datos que le habían sido dados, a la vez que acompañarla a pasar el fin de semana a Vergara, si las seguridades mínimas estaban ofrecidas.
A la tarde siguiente, las averiguaciones habían sido tan eficaces que el gaucho Pedro Olivarría, había sido pretendiente de Mariela, “Confiable, confiable - dijo la amiga - y Vergara no está tan mal como suena”. Los hijos también se sumaron entonces al fin de semana de campo. Ya hasta les hacía ilusión la aventura.
Pero, siempre hay un pero cuando se trata de licenciados, y nuestra licenciada no es la excepción, comenzó a hacerse cuestionamientos, tantos y tan hondos que parecía difícil rescatarla del espesor de aquellas interrogantes que calaban su ser. “¿Por qué llueve cuando leo a Virginia Woolf? ¿Es ella o soy yo? ¿Es que tenemos un nexo único o también le hará lo mismo a otros? Debo de ser yo. Sí, sí, los biógrafos de Virginia no hacen alusión alguna a la lluvia propia. Solo dicen del agua de Virginia, que ¿será símbolo de su tristeza o de su ahogo? Pero ¿y si leo a Onetti, entonces?, ¿diluviará con más truenos y relámpagos? Es más temperamental sin duda, más temperamental y mundano en su melancolía. ¿Y con Kenzaburo Oé serían diluvios eternos y monótonos? Y Borges sería el candidato perfecto para la sequía, clima austero pero imponente en su austeridad. Borges nos llevaría al desierto alrededor de un oasis. Felisberto ocasionaría un tiempo desconcertante, él sería el hacedor del cambio climático, de que las nubes tomaran formas que sean tan interpretables como el discurso de un paciente. Y Cortázar, el genial Cortázar, aguacero tropical con sol de primavera, brisa fresca con luz limpia al final de la tarde. ¿Será esta la clave que busco desde hace tantos años? ¿Será que este gaucho de Vergara me mostró el camino? El enlace entre las letras y el clima. Entre el lector compenetrado y el escritor. El clima literario que crea un autor vuelto Real a través del puente del lector, pero no cualquier lector, algunos pocos que lidian bien con lo Real y con las metáforas, unos pocos entre los que sin duda estoy.” Se decía inflamada de orgullo la licenciada.
Y antes de salir camino a Vergara, pasó por su librería de confianza y compró a crédito, porque salían caras - pero la cultura no tiene precio - las obras completas de Borges y de Cortázar. Además de la lluvia, pensaba probar con el control del sol, el viento y otras humedades. Había agarrado flor de viento en la camiseta la licenciada.
La llegada del auto de la domadora del tiempo a Vergara fue un gran acontecimiento. Una pancarta atravesaba de lado a lado la calle pavimentada, y con letras redondeadas celestes, amarillas y rojas le daban la “Bienvenida licenciada”. Un grupo de personas ubicadas, como en Semana de Turismo se ubican los seguidores de la vuelta ciclista, aplaudían al paso del vehículo. Los niños gritaban dentro del auto y asomaban las cabezas. La licenciada y su marido no salían del asombro. Sobre el final de la calle estaba la plaza y allí estaba el gaucho Pedro Olivarría con cara de buen pastoreo. Descendieron los cuatro del vehículo, los niños corrían locos de contentos, abrazo y beso para los capitalinos, en cambio la licenciada y su marido querían deshacerse de las extremidades y las bocas que los apretaban y chupaban. Les dieron paquetes y frascos, que luego develaron se trataban de mermeladas, quesos, panes y salamines caseros, e incluso cartas de agasajo. El gaucho les pidió que lo siguieran hasta la carpa que habían armado, “la puze en mi chacra porque fui yo el del contato, pero mañana la mudamo pa lo del Artigarruz.” Lo siguieron. Y en el trayecto, fueron conociendo Vergara. Un pueblo pequeño pero bello, como esos que uno ve en las películas de cine europeo, pero de tercer mundo, un poco más sucio, y un poco más menos, pero lindo como cuando lo pequeño se engalana especialmente, como niño vestido para casamiento.
La carpa parecía de circo, la licenciada y su familia se preguntaron de dónde habrían sacado semejante objeto y para qué otras ocasiones se usaría. Resulta que el único circo ambulante que pasó por Vergara quiso estafarlos anunciando un leopardo que no llegaba a la categoría de gato montés, entonces al no querer devolver la plata de las entradas, por esa estafa y porque además las manzanas acarameladas estaban arenosas y hasta algunas agusanadas, los vecinos se quedaron con la carpa en cobro. El dato no le gustó a la licenciada que en ese momento se sentía fenómeno de circo y temía que la descuartizaran si no lograban hacer llover.
La carpa tenía aproximadamente cien sillas dispuestas en tres zonas, cada silla estaba ocupada, un gaucho, una china y dos o tres niños era el ritmo de las filas, detrás gente de pie.
–Ay mi dios, ya lo decía Freud que el psicoanálisis no es para las masas. ¿Qué estoy haciendo acá? ¿Cómo pude acceder a semejante payasada? ¿Qué puede interesarle a estos legos el psicoanálisis y la literatura? ¿Cómo me olvidé aquello del Malestar de la cultura?- tenía el entrecejo fruncido la licenciada –Tarde. Tengo que dar un espectáculo.
El marido y los hijos de la licenciada tenían reservados asientos en la primera fila. La Mariela, pretendida del gaucho Olivarría y amiga de la expositora, tenía también un lugar privilegiado en la platea del circo.
El gaucho la hizo tomar asiento detrás de un escritorio de roble con varios cajones con cerraduras de bronce bien lustradas que habían traído vaya a saber de qué estancia entre al menos cuatro o cinco gauchos, porque debía pesar más de cien kilos. Sobre el escritorio, probablemente a pedido del gaucho contratista, qué detalle, un jarrón con plantas de pajarito, También había un bidón de tres litros con agua y dos vasos. Rural, con adjetivo rural. El gaucho encendió el micrófono e hizo acople; todos los presente aullaron como lobos en luna llena.
–Encima con micrófono. Qué lo parió que me meto en cada lío inaudito. Tantos años de análisis duraron en su efecto hasta que se presentó este gaucho loco y un fajo de billetes. Nunca más, nunca más. Hablar y hablar hasta hacer llover. Como los indios con la danza y el tamborcito. Igual de primitivo. Cómo puede verse tan increíble y del orden del descubrimiento en un momento, y, al siguiente, pura patraña. Por qué el ridículo queda tan cerca de las verdades. Ayayayay, me odio tanto en estos instantes –era cruel consigo misma la licenciada, parte de su brillantez era el nivel de exigencia tan elevado.
El gaucho la presentaba con tanto esmero que los oyentes estaban a punto de padecer un coma diabético de tanta melaza. La licenciada hizo un chistido para llamar la atención de su presentador. El hombre tapó el micrófono y la interrogó con los ojos y los hombros.
–Basta, por favor, termine de decir cosas de mí y aclare que es una prueba, que no sabemos si dará resultados.
–Señora, dicúlpeme pero ya e tarde pa ezo. Ahora usté habla y llueve. O habla y no llueve. Veremo. E parte de la magia. No me pida que le cuente el final del truco ni que le arruine la esperanza, meno pa que usté ze esté tranquila. Usté e la licenziada, aguante, supongo que e lo que haze todo lo día, como yo aguanto el dolor en la espalda.
–Termine entonces. Que tampoco da para exagerar.
–Muy bien. –Destapó el micrófono y se dio vuelta al público que estiraban los pescuezos queriendo escuchar la conversación–. Con utedez la lizenziada Albahaca.
El silencio de las grandes aglomeraciones siempre tiene grandilocuencia y expectación. La licenciada quiso recorrer varios rostros antes de dar las buenas noches. Le llamaron la atención un adolescente con piercing, tatuaje de cóndor volando y bombacha de gaucho verde agua, y una mujer obesa que ocupaba un sillón de dos cuerpos que probablemente se habría mandado traer. Una mudanza fue organizar aquella conferencia en Vergara.
–Buenas noches –dijo la licenciada–. Mi nombre es Miranda Albahaca y soy psicoanalista, además de una gran lectora.
La licenciada buscó un hueco por el que quedara visible el exterior de la carpa… Nada, solo el agujero sobre su cabeza. Hizo otra vez una seña al gaucho para que se acercara y le pidió que abrieran en algún sitio la lona para que pudiera ver el cielo. Tan literal es la gente de campo, que el de la bombacha verde agua escuchó al gaucho presentador, y se paró, sacó el facón del cinto y cortó la lona.
El gesto de la licenciada estaba suspendido, se recompuso, cerró la boca y el tiempo volvió a correr. “… Y yo vengo a hablar de metáforas. ¿En qué estaba pensando?”
El público empezaba a aburrirse del silencio, tenía que hablar.
–Estoy acá para leerles un trabajo sobre Virginia Woolf y psicoanálisis. ¿Conocen a Virginia Woolf?
Un paisano acotó por lo bajo que había visto la obra “Quién le teme a Virginia Woolf”, y encima agregó, deben ser los que están inundados. Risa general e incómoda.
–Mi profesión es la de psicoanalista…
Otra voz sin localización precisa gritó: “¡y la señora de la lluvia!”. La licenciada sintió que su pecho estaba todito lleno de angustia y temor. A punto del desborde la audiencia, a punto del naufragio la licenciada. Decidió empezar a leer.
–La escritura no es sin angustia…
Otra vez una voz, “la sequía tampoco” Otra vez risas. Otra vez incomodidad y arrepentimiento.
–Escribir es una profesión solitaria, tan solitaria que el escritor para acompañarse crea un mundo, un mundo que tiene su lógica, sus reglas, sus leyes. Y en la lectura uno entra a ese lugar y lo habita, lo sostiene leyendo, lo hace vivir y permanecer, incluso leyendo se pueden encontrar nuevos matices…
Otra broma inaudible y las carcajadas que estallaron como las bombas en Londres de la segunda guerra mundial, de las que huía Virginia, las que en ese momento estremecieron a la licenciada y a Virginia atrapada en las páginas que en sus manos empezaba a temblar. La licenciada se enojó al ver a su heroína vulgarizada. Se paró. Soltó el micrófono. Y gritó.
–Quiero que se vayan los que no estén escuchando. No toleraría leer el trabajo para personas que no estén interesadas y además no daría resultado. Así que se retiran de inmediato y se alejan de la carpa porque si no seguro que no vamos a poder trabajar, ni hacer llover.
Quedaron trece personas, más Mariela y el gaucho presentador (por que el marido con los niños salieron a pedido de la licenciada)
El gaucho de bombacha verde agua agrandó el agujero de la carpa, un metro cuadrado, se veía el pasto reseco, el cielo negro con estrellas y, una media luna como farol.
–Virginia Blablablablabla. Para el arte pum, pum, pum, pum pam. Y si no bla pum pam para el psicoanálisis. Pero el grupo de Bloomsbury bla ble bli blo blu y Leonard, pan, si pan, pan pum los Woolf. Chin pum.
La lluvia llegó en la tercera página. Un goteo pequeño que cuando los presentes notaron y celebraron con onomatopeyas se hizo más y más fuerte, hasta que se convirtió en tormenta con vientos de chaparrón.
El alivio que sintió la extenuada licenciada fue comparable al que sienten los que esperan el resultado de análisis complicados en las ventanillas de las mutualistas, y dan favorables. Llovía, llovía, lo había logrado, era ella la que tenía un poder, era ella aun con los que no creían en Virginia Woolf, podía sola, o rodeada de una manga de gauchos maleducados e incultos, era ella sin lugar a dudas, pero tampoco le quedaron dudas de que no pensaba repetir el chou, ni loca, ni mamada, ni rayada, nunca, nunca jamás, eso había sido agotador, y suficiente.
Salió en busca de su familia queriendo subirse al auto y regresar a Montevideo, no aceptó que el gaucho la acompañara con un paraguas hasta la estancia a trescientos metros, no quiso tampoco quedarse a intercambiar opiniones con los escuchas que quedaba claro que estaban curiosos. Entró corriendo y dijo “Nos volvemos”. Pero todos estaban más que encantados con el lugar. Habitaciones coloniales, con chocolates, frutas, panes y mermeladas. Un baño con jacuzzi. Una cama con baldaquino. Había sido una estancia turística hasta que la sequía los había hecho cerrar.
–Gorda, nos quedamos hasta mañana, ¿te parece? Los chiquilines están encantados. Estamos todos agotados con los nervios que nos hiciste pasar.
El gaucho contratista pidió que se quedaran, que entendieran que Virginia Woolf y una verdadera licenciada eran cosa rara en Vergara y que ellos, pobres ignorantes, lo tomaban como un entretenimiento más, pero que ahora habían entendido que sabía y sabía, y que necesitaba silencio, y que con otro día de lluvia mermaría la sequía y se podría volver a hacer planes de cosechar y reabrir la estancia.
–No, no, no, no. Mañana no voy a dar la charla. Con lo de hoy me fue suficiente.
–Pero señora, ustedez lo de Montevideo zon puro pamento. ¿Qué pazó? ¿algo grave? un par de bobaliconez aburridoz. Mañana venimo lo que etábamos hoy.
–No. Mañana nos vamos.
–Mire. Vamo a hazer azí. Y le digo que tengo que hazer afloje y afloje porque me hizo llover. Queda hazta la tarde y lo lee acá dentro pa su familia, la Mariela, la Gladyz y el Tito. Una letura rápida, ze zube al auto y ze va.
Al día siguiente todavía lloviznaba. Desayunaron con tiempo en el comedor y jugaron dos partidos de Conga. Salieron a caminar por un sendero que se divisaba desde el ventanal. El agua apenas molestaba. Vieron aperiá, coaties, zorzales, y otros. Pero, como es obvio y más que evidente, nunca supieron lo que vieron, ni les despertó verdadera curiosidad.
Volvieron sobre el medio día y la mesa estaba servida. Varias fuentes humeando, como en el mejor restoran buffet. Exquisito. Los niños pedían para quedarse. “Mamá, dale, dale, leelo dos o tres veces más”. Con la ceremonia del café llegaron los escuchas y se sentaron alrededor del fuego. Esa vez fue sencillo comenzar la lectura, y aunque en el comienzo leía sin saber qué estaba diciendo, en el final de la segunda carilla conectó con la escritura de esa mujer tan única y diluvió desde ese momento hasta que terminó, y aún después, con una abundancia tropical e impropia.
Hicieron los bolsos y recibió el segundo fajo de billetes (aunque faltó la lectura del domingo había sido tan copiosa esa agua que alcanzaba, al menos hasta nuevo aviso, dijo el gaucho contratista), se abrazaron y despidieron como se despiden los amigos, prometiendo volver a encontrarse a la brevedad.
Mariela volvió con ellos, así que en el auto eran seis, cargadito, cargadito iban. Llegaron a la portera y un charco grande les advirtió que debían acelerar para sobrepasarlo. El vehículo enterró las ruedas en el barrial y quedó clavado sin ser capaz de avanzar. Y otro chaparrón se descolgó de un cielo gris, casi negro, dejándonos cerca de lo que los citadinos llamamos inundación a primer golpe de vista. Los charcos se agrandaban mientras ellos reían dentro del auto sin saber qué hacer. Llegó el gaucho en la moto y se detuvo a unos metros del gran lago.
–Bajen. Cuando ze anega azí, hay que esperar a que zeque. No hay manera de zalir del campo, ¿zabe? Ni de zacar el vehículo del pozo. Hazía trez año que no pasaba, eto. ¡Una bendizión!. – Estaba tan emocionado.
Volvieron incrédulos al casco. Llovió tres días seguidos. Comenzaba a peligrar otra vez la cosecha. Esta vez por inundaciones. La gente pedía que quemara el trabajo, y los libros de la Woolf. Por suerte la licenciada, los tenía escondidos debajo del colchón.
Por otra parte habían tenido que suspender sus actividades en Montevideo y los niños estaban faltando a clases sin que se avizorara al menos por dos semanas la solución (ya que al parar de llover al menos teníamos otros diez días de secado). Los niños se incorporaron a la escuela y liceo de Vergara, para no estar tan aburridos en el encierro de la estancia. Desde el primer día les encantó. El marido se incorporó a la comisión de fomento de Vergara y propuso varias ideas alternativas para un turismo ecológico y de avistamiento de aves, que parecía ser un boom en Europa, junto con la creación de una página web, que lo llevó a ser presidente interino de la comitiva del pueblo. La licenciada extrañaba Montevideo, su trabajo y su casa, con la misma intensidad con la que Virginia amaba a Londres y sus costumbres, pero sabía que eso mismo le impedía detener la lluvia y partir, de solo pensar en la escritora llovía, no se requería de público, eso fue algo que también la licenciada concluyó en Vergara.
Un día se dio cuenta de que tenía la solución en la estantería junto a su cama, lugar en el que descansaban Borges y Cortázar. No lo dudó ni un momento, Borges fue el elegido, Borges los secaba rápidamente, con Julio la cosa se iba a poner más tropical. Sólo que tenía que conectar con aquel hombre, y no era a la ligera, conectar es conectar y eso le llevaría al menos mes y medio con buen grado de concentración.
Lo último que supe de la licenciada es que luego de salir de Vergara con un sol que rajaba los terrones de tierra y hacía peligrar otra vez la situación del pueblo, la licenciada retomó sus actividades, pero su familia extrañó aquella vida de pueblo, y por lo tanto, en nombre del bien familiar, decidió ofrecerse para algunos fines de semana al mes con un menú que incluye:
Lluvia. Sequía. Noches de primavera. Niebla escocesa. Calor intenso. Arcoíris.

Su marido le armó una página web que tiene a Vergara y las declaraciones de sus habitantes como testimonio. Ha dado resultado y la contratan bastante: por cuestiones de agricultura (sembrado y cosecha, cada cual con sus particularidades de acuerdo al producto), por cuestiones de ganadería (esquilas, vacunación e inseminaciones), para eventos al aire libre (casamientos, cumpleaños de quince, fiestas de cuarenta, cincuenta y de un año), y también estudios de arquitectos e ingenieros para anticipar buen tiempo para hacer planchadas u otras cuestiones de la construcción. Su fama ha trascendido fronteras y recibe llamados de Argentina y Paraguay, pero todavía no se ha decidido a probar suerte en el extranjero.

2 comentarios:

  1. Guenazo el cuento che. Quede empapado con una lluvia de risas y sonrisas que ni se imagina.Grazias moza y siga contando nomás que lo haze muy bien.
    .

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  2. Muy bueno Mayra! necesitamos más gente como la Domadora!
    Salu2
    Sandra

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