Por Mayra Nebril
A mi amiga Paola que sabe como nadie domar el tiempo.
La licenciada dio
comienzo a la conferencia sobre Virginia Woolf a las nueve en punto. Dijo,
Buenas noches con una voz melodiosa y serena, estaba sonriente, se la notaba
cómoda en su silla, en su ropa, en su maquillaje, en sus palabras y en sus
silencios. Inclinó su cabeza para enfocar el ventanal a su espalda, tal vez esperara
a alguien más, a pesar de que quedaban muy pocos lugares disponibles. Pronunció
las palabras que daban título a su trabajo, hizo una nueva pausa, y del cielo
se derramaron litros y litros de lluvia. Leyó. Postuló su hipótesis acerca del
lugar que la escritura ocupaba para esta gran escritora. Mecida por el arrullo
del agua, la licenciada y Virginia hacían brillar a la melancolía. Se extendió
en los enlaces que descubría entre el psicoanálisis, su especialidad, y el
arte. El goteo pareció música de fondo a sus apreciaciones. Hizo alusión al
agua, imposible no nombrarla, mientras el bulevar inundado a su espalda se
hacía río; pero ella parecía saberlo e incluso esperarlo, motivo sobre el cual
bromeó en dos ocasiones. Cuando cerró la conferencia agradeciendo el que la
hubiéramos acompañado aquella noche, un último relámpago destelló como un flash
contra el marco de la ventana, y un trueno fue el comienzo del aplauso con el
que se retiró.
Quedamos con un
par de conocidos intercambiando opiniones sobre el encuentro, mientras un
hombre que había llamado mi atención por la disparidad de su aspecto en medio
del grupo de licenciados (un hombre con aspecto rural, bombacha de gaucho, faja
con los colores de la patria, camisa blanca limpia y bien planchada, más sombrero
de felpa sobre sus piernas) se acercó a la licenciada. Le pidió entre
adulaciones que le permitiera hablar con ella sólo unos minutitooz. La
licenciada, que había observado el sopor del hombre frente a sus palabras,
luego de una primera expresión de fascinación, quiso saber qué tenía para
decirle el gaucho, y a pesar de que dijo que estaba apurada por temor a que
fuese de esas personas que arrancan a hablar y no paran, le pidió que le
explicara qué necesitaba. Creyó que le pediría que atendiera a su hijo, mujer,
primo, tío, a bajos aranceles o gratis, costumbre que empezaba a implementarse
entre algunos aprovechadores que abusaban de su buena fe. Pero cuando el hombre
habló, nada de eso iba a solicitarle, y si ella lo escuchaba, su vida cambiaría
para siempre.
–Vine
ezpecialmente a verla dezde Vergara, ¿zabe dónde queda?
La licenciada
trazó el mapa mental del Uruguay, un triángulo y lo moldeó, el Río Negro
partiendo la patria, situó los diecinueve departamentos y los puntos negros con
los que suelen indicarse las capitales. Tenía un hijo en cuarto de escuela,
andaba clarita en geografía uruguaya, pero Vergara, Vergara, Vergara, Vergara,
ni en cuarto de escuela se lo llegaba a estudiar. ¿Rocha, Colonia, Treinta y
Tres? Ni idea. Hizo un gesto afirmativo.
–Yo zoy produtor
rural, y la coza viene mal, mal. Tengo una prima que no zé cómo conoze a la
Mariela, una amiga zuya y le dijo que usté logra hazer llover.
Los ojos de la
licenciada se desorbitaron como no lo hacían desde hacía años, imaginen que la
profesión de psicoanalista consiste en dejar entrar cualquier cosa por la
oreja, pero el gaucho de Vergara la sorprendió, che, y sí, rural, rural, el
hombre.
–Y hoy vi el
zemejante epetáculo que dio. Ademá llamé a mi primo y dijo que en el Zerro no
llovió nadita, y mucho meno en Vergara. Tengo ruralcel, ¿zabe? Dígame dotora
¿podrá ayudarno?
–¿Cómo quiere que
ayude?
–¡Y venga a
Vergara a darno una charla! En el clu zocial, o le armamo una carpa, de buena
calidá claro etá, por zupuesto, a zu nivel, pero en medio del campo, donde má
queremo el agua.
–¿Pero usted se da
cuenta de lo que está diciendo? ¿Quiere contratarme para hacer llover?
–Y zi, doña…
Diculpe Lizenziada. Y sí. El año pazado contratamo a un Pai, venía con
recomendazión y todo, de Rivera, pero bien de frontera, ¿vio? zeco zeco, ni una
gota cayó. Usté e una profesional. Estudió. Zabe y zabe. No e flor de vaga. No
e de querer plata dulze. Ademá viene garantido. Lo vi. Lo vi yo. Y la gente viene
a ecucharla y se van con el pecho reventándole de tanta coza nueva que escuchó,
y ezo e yapa pa Vergara. Venga, no zé si vamo a entenderla, pero de a poco,
¿quién le dize? Una zerie de cinco o seiz… Diga cuánto cobra. Somo quinze
productore rurales.
–Soy licenciada y
psicoanalista, no soy domadora del clima, ni meteoróloga.
–Ya zé señora, ya
lo zé. Pero qué le cuesta, tómelo como una vacazión, le damo caza y comida,
venga con su patrón, con lo botija, hasta ocho puede traer que entran zobrado
zobrado. Tómelo como un pazeo.
–No controlo el
tiempo, han sido casualidades.
–Y bué, noz
animamo igual. Dígame cuánto cobra que nzsotro le tenemos fe a la Mariela, que
también etudió tanto. Sabemo que uzté nos zaca del agujero.
–Mil dólares más
viáticos –dijo la licenciada midiendo a su contrincante.
–Hecho. ¿Noz da
charla el vierne en la noche? No importa a qué hora llegue, la esperamo. Y
otra, sábado y otra, domingo. Y si llueve ze viene otra vez pa Vergara, la otra
zemana. ¿Le pareze? Por supuezto que le pagamo otra vé su honorario, otroz mil,
digo, ¿entiende?
–¿Dónde queda
Vergara?
–En Trenta y Tré,
a sezenta kilómetro de la capital. Por la ruta 18. E precioso, tenemo el arroyo
de Parao, ze pesca que da guzto. Vienen de acá y todo. En zemana santa van pa
allá unos cuantos de la capital, ¡no se crea!
–Déjeme pensarlo.
–No zoy licenciado
en nada pero zé que si no aceta ahora el dinero, no voy a tener zegunda
oportunidá. Le doy la mitá ya, y le dejo esta hoja en la que está ecrito cómo
llegar, mi nombre, mi teléfono. También lo nombre de los otroz productore que
la contratan. ¿Le dije que somo quinze? Y lo nombre de laz mujere nuestraz, por
la duda si prefiere hablar con ellaz. Pa que vea que todo es bien familiar.
–Usted comprende
que no puedo garantizar la lluvia
–Claro. Claro. Ya
sé que no e una cienzia ezata. Ya sé. Ya zé. No se azuste, usté tranquila, le
tenemos fe.
–¿Aun así quiere
darme el dinero? – la licenciada pensó en ese viaje del cual se habían privado
por falta de recursos disponibles para ese rubro; el fajo de billetes apresados
con una banda elástica era obsceno en el centro de la mano ajada y áspera del
gaucho.
–Claro, claro, si
no etuviéramo convenzido no etaría acá ecuchando hora y pico de su Virginia eto
y aquello.
–Bueno, acepto el
dinero y le aviso el viernes a qué hora llego y cuántos somos.
La licenciada se
subió a su auto y se colocó el cinturón de seguridad. Encendió la radio y se
activó el CD de Sting que escuchaba para distenderse, Roooooxanneeee, you don’t care if it’s wrong or if it’s right. El
fajo de billetes parecía un grano verde en el asiento del acompañante, lo miró
de reojo y tarareó, puso el motor en marcha y arrancó.
Al contarle a su
marido lo sucedido, comprendió que era aún más raro de lo que su hora de
convivir con ello le permitían ver. Pero cuando habló del dinero que le
pagarían, y mostró el fajo verde, a la vez que aclaró el destino de dicho
dinero, el esposo de la licenciada accedió a hacer llamados para chequear los
datos que le habían sido dados, a la vez que acompañarla a pasar el fin de
semana a Vergara, si las seguridades mínimas estaban ofrecidas.
A la tarde
siguiente, las averiguaciones habían sido tan eficaces que el gaucho Pedro
Olivarría, había sido pretendiente de Mariela, “Confiable, confiable - dijo la
amiga - y Vergara no está tan mal como suena”. Los hijos también se sumaron
entonces al fin de semana de campo. Ya hasta les hacía ilusión la aventura.
Pero, siempre hay
un pero cuando se trata de licenciados, y nuestra licenciada no es la
excepción, comenzó a hacerse cuestionamientos, tantos y tan hondos que parecía
difícil rescatarla del espesor de aquellas interrogantes que calaban su ser.
“¿Por qué llueve cuando leo a Virginia Woolf? ¿Es ella o soy yo? ¿Es que
tenemos un nexo único o también le hará lo mismo a otros? Debo de ser yo. Sí,
sí, los biógrafos de Virginia no hacen alusión alguna a la lluvia propia. Solo
dicen del agua de Virginia, que ¿será símbolo de su tristeza o de su ahogo?
Pero ¿y si leo a Onetti, entonces?, ¿diluviará con más truenos y relámpagos? Es
más temperamental sin duda, más temperamental y mundano en su melancolía. ¿Y
con Kenzaburo Oé serían diluvios eternos y monótonos? Y Borges sería el
candidato perfecto para la sequía, clima austero pero imponente en su
austeridad. Borges nos llevaría al desierto alrededor de un oasis. Felisberto
ocasionaría un tiempo desconcertante, él sería el hacedor del cambio climático,
de que las nubes tomaran formas que sean tan interpretables como el discurso de
un paciente. Y Cortázar, el genial Cortázar, aguacero tropical con sol de
primavera, brisa fresca con luz limpia al final de la tarde. ¿Será esta la
clave que busco desde hace tantos años? ¿Será que este gaucho de Vergara me
mostró el camino? El enlace entre las letras y el clima. Entre el lector compenetrado
y el escritor. El clima literario que crea un autor vuelto Real a través del
puente del lector, pero no cualquier lector, algunos pocos que lidian bien con
lo Real y con las metáforas, unos pocos entre los que sin duda estoy.” Se decía inflamada de orgullo la
licenciada.
Y antes de salir
camino a Vergara, pasó por su librería de confianza y compró a crédito, porque
salían caras - pero la cultura no tiene precio - las obras completas de Borges
y de Cortázar. Además de la lluvia, pensaba probar con el control del sol, el
viento y otras humedades. Había agarrado flor de viento en la camiseta la
licenciada.
La llegada del
auto de la domadora del tiempo a Vergara fue un gran acontecimiento. Una pancarta
atravesaba de lado a lado la calle pavimentada, y con letras redondeadas
celestes, amarillas y rojas le daban la “Bienvenida licenciada”. Un grupo de
personas ubicadas, como en Semana de Turismo se ubican los seguidores de la
vuelta ciclista, aplaudían al paso del vehículo. Los niños gritaban dentro del
auto y asomaban las cabezas. La licenciada y su marido no salían del asombro.
Sobre el final de la calle estaba la plaza y allí estaba el gaucho Pedro
Olivarría con cara de buen pastoreo. Descendieron los cuatro del vehículo, los
niños corrían locos de contentos, abrazo y beso para los capitalinos, en cambio
la licenciada y su marido querían deshacerse de las extremidades y las bocas
que los apretaban y chupaban. Les dieron paquetes y frascos, que luego
develaron se trataban de mermeladas, quesos, panes y salamines caseros, e
incluso cartas de agasajo. El gaucho les pidió que lo siguieran hasta la carpa
que habían armado, “la puze en mi chacra porque fui yo el del contato, pero
mañana la mudamo pa lo del Artigarruz.” Lo siguieron. Y en el trayecto, fueron conociendo
Vergara. Un pueblo pequeño pero bello, como esos que uno ve en las películas de
cine europeo, pero de tercer mundo, un poco más sucio, y un poco más menos,
pero lindo como cuando lo pequeño se engalana especialmente, como niño vestido
para casamiento.
La carpa parecía
de circo, la licenciada y su familia se preguntaron de dónde habrían sacado
semejante objeto y para qué otras ocasiones se usaría. Resulta que el único
circo ambulante que pasó por Vergara quiso estafarlos anunciando un leopardo
que no llegaba a la categoría de gato montés, entonces al no querer devolver la
plata de las entradas, por esa estafa y porque además las manzanas acarameladas
estaban arenosas y hasta algunas agusanadas, los vecinos se quedaron con la
carpa en cobro. El dato no le gustó a la licenciada que en ese momento se
sentía fenómeno de circo y temía que la descuartizaran si no lograban hacer
llover.
La carpa tenía
aproximadamente cien sillas dispuestas en tres zonas, cada silla estaba
ocupada, un gaucho, una china y dos o tres niños era el ritmo de las filas,
detrás gente de pie.
–Ay mi dios, ya lo
decía Freud que el psicoanálisis no es para las masas. ¿Qué estoy haciendo acá?
¿Cómo pude acceder a semejante payasada? ¿Qué puede interesarle a estos legos
el psicoanálisis y la literatura? ¿Cómo me olvidé aquello del Malestar de la
cultura?- tenía el entrecejo fruncido la licenciada –Tarde. Tengo que dar un
espectáculo.
El marido y los
hijos de la licenciada tenían reservados asientos en la primera fila. La
Mariela, pretendida del gaucho Olivarría y amiga de la expositora, tenía
también un lugar privilegiado en la platea del circo.
El gaucho la hizo
tomar asiento detrás de un escritorio de roble con varios cajones con
cerraduras de bronce bien lustradas que habían traído vaya a saber de qué
estancia entre al menos cuatro o cinco gauchos, porque debía pesar más de cien
kilos. Sobre el escritorio, probablemente a pedido del gaucho contratista, qué
detalle, un jarrón con plantas de pajarito, También había un bidón de tres litros
con agua y dos vasos. Rural, con adjetivo rural. El gaucho encendió el
micrófono e hizo acople; todos los presente aullaron como lobos en luna llena.
–Encima con
micrófono. Qué lo parió que me meto en cada lío inaudito. Tantos años de
análisis duraron en su efecto hasta que se presentó este gaucho loco y un fajo
de billetes. Nunca más, nunca más. Hablar y hablar hasta hacer llover. Como los
indios con la danza y el tamborcito. Igual de primitivo. Cómo puede verse tan
increíble y del orden del descubrimiento en un momento, y, al siguiente, pura
patraña. Por qué el ridículo queda tan cerca de las verdades. Ayayayay, me odio
tanto en estos instantes –era cruel consigo misma la licenciada, parte de su
brillantez era el nivel de exigencia tan elevado.
El gaucho la
presentaba con tanto esmero que los oyentes estaban a punto de padecer un coma
diabético de tanta melaza. La licenciada hizo un chistido para llamar la
atención de su presentador. El hombre tapó el micrófono y la interrogó con los
ojos y los hombros.
–Basta, por favor,
termine de decir cosas de mí y aclare que es una prueba, que no sabemos si dará
resultados.
–Señora, dicúlpeme
pero ya e tarde pa ezo. Ahora usté habla y llueve. O habla y no llueve. Veremo.
E parte de la magia. No me pida que le cuente el final del truco ni que le
arruine la esperanza, meno pa que usté ze esté tranquila. Usté e la licenziada,
aguante, supongo que e lo que haze todo lo día, como yo aguanto el dolor en la
espalda.
–Termine entonces.
Que tampoco da para exagerar.
–Muy bien. –Destapó
el micrófono y se dio vuelta al público que estiraban los pescuezos queriendo
escuchar la conversación–. Con utedez la lizenziada Albahaca.
El silencio de las
grandes aglomeraciones siempre tiene grandilocuencia y expectación. La
licenciada quiso recorrer varios rostros antes de dar las buenas noches. Le
llamaron la atención un adolescente con piercing,
tatuaje de cóndor volando y bombacha de gaucho verde agua, y una mujer obesa
que ocupaba un sillón de dos cuerpos que probablemente se habría mandado traer.
Una mudanza fue organizar aquella conferencia en Vergara.
–Buenas noches
–dijo la licenciada–. Mi nombre es Miranda Albahaca y soy psicoanalista, además
de una gran lectora.
La licenciada
buscó un hueco por el que quedara visible el exterior de la carpa… Nada, solo
el agujero sobre su cabeza. Hizo otra vez una seña al gaucho para que se
acercara y le pidió que abrieran en algún sitio la lona para que pudiera ver el
cielo. Tan literal es la gente de campo, que el de la bombacha verde agua
escuchó al gaucho presentador, y se paró, sacó el facón del cinto y cortó la
lona.
El gesto de la
licenciada estaba suspendido, se recompuso, cerró la boca y el tiempo volvió a
correr. “… Y yo vengo a hablar de metáforas. ¿En qué estaba pensando?”
El público empezaba
a aburrirse del silencio, tenía que hablar.
–Estoy acá para
leerles un trabajo sobre Virginia Woolf y psicoanálisis. ¿Conocen a Virginia
Woolf?
Un paisano acotó
por lo bajo que había visto la obra “Quién le teme a Virginia Woolf”, y encima
agregó, deben ser los que están inundados. Risa general e incómoda.
–Mi profesión es
la de psicoanalista…
Otra voz sin
localización precisa gritó: “¡y la señora de la lluvia!”. La licenciada sintió
que su pecho estaba todito lleno de angustia y temor. A punto del desborde la
audiencia, a punto del naufragio la licenciada. Decidió empezar a leer.
–La escritura no
es sin angustia…
Otra vez una voz,
“la sequía tampoco” Otra vez risas. Otra vez incomodidad y arrepentimiento.
–Escribir es una
profesión solitaria, tan solitaria que el escritor para acompañarse crea un
mundo, un mundo que tiene su lógica, sus reglas, sus leyes. Y en la lectura uno
entra a ese lugar y lo habita, lo sostiene leyendo, lo hace vivir y permanecer,
incluso leyendo se pueden encontrar nuevos matices…
Otra broma
inaudible y las carcajadas que estallaron como las bombas en Londres de la
segunda guerra mundial, de las que huía Virginia, las que en ese momento
estremecieron a la licenciada y a Virginia atrapada en las páginas que en sus
manos empezaba a temblar. La licenciada se enojó al ver a su heroína
vulgarizada. Se paró. Soltó el micrófono. Y gritó.
–Quiero que se
vayan los que no estén escuchando. No toleraría leer el trabajo para personas
que no estén interesadas y además no daría resultado. Así que se retiran de
inmediato y se alejan de la carpa porque si no seguro que no vamos a poder
trabajar, ni hacer llover.
Quedaron trece
personas, más Mariela y el gaucho presentador (por que el marido con los niños
salieron a pedido de la licenciada)
El gaucho de
bombacha verde agua agrandó el agujero de la carpa, un metro cuadrado, se veía
el pasto reseco, el cielo negro con estrellas y, una media luna como farol.
–Virginia
Blablablablabla. Para el arte pum, pum, pum, pum pam. Y si no bla pum pam para
el psicoanálisis. Pero el grupo de Bloomsbury bla ble bli blo blu y Leonard,
pan, si pan, pan pum los Woolf. Chin pum.
La lluvia llegó en
la tercera página. Un goteo pequeño que cuando los presentes notaron y
celebraron con onomatopeyas se hizo más y más fuerte, hasta que se convirtió en
tormenta con vientos de chaparrón.
El alivio que
sintió la extenuada licenciada fue comparable al que sienten los que esperan el
resultado de análisis complicados en las ventanillas de las mutualistas, y dan
favorables. Llovía, llovía, lo había logrado, era ella la que tenía un poder,
era ella aun con los que no creían en Virginia Woolf, podía sola, o rodeada de
una manga de gauchos maleducados e incultos, era ella sin lugar a dudas, pero
tampoco le quedaron dudas de que no pensaba repetir el chou, ni loca, ni
mamada, ni rayada, nunca, nunca jamás, eso había sido agotador, y suficiente.
Salió en busca de
su familia queriendo subirse al auto y regresar a Montevideo, no aceptó que el
gaucho la acompañara con un paraguas hasta la estancia a trescientos metros, no
quiso tampoco quedarse a intercambiar opiniones con los escuchas que quedaba
claro que estaban curiosos. Entró corriendo y dijo “Nos volvemos”. Pero todos
estaban más que encantados con el lugar. Habitaciones coloniales, con chocolates,
frutas, panes y mermeladas. Un baño con jacuzzi. Una cama con baldaquino. Había
sido una estancia turística hasta que la sequía los había hecho cerrar.
–Gorda, nos
quedamos hasta mañana, ¿te parece? Los chiquilines están encantados. Estamos
todos agotados con los nervios que nos hiciste pasar.
El gaucho
contratista pidió que se quedaran, que entendieran que Virginia Woolf y una
verdadera licenciada eran cosa rara en Vergara y que ellos, pobres ignorantes,
lo tomaban como un entretenimiento más, pero que ahora habían entendido que
sabía y sabía, y que necesitaba silencio, y que con otro día de lluvia mermaría
la sequía y se podría volver a hacer planes de cosechar y reabrir la estancia.
–No, no, no, no.
Mañana no voy a dar la charla. Con lo de hoy me fue suficiente.
–Pero señora,
ustedez lo de Montevideo zon puro pamento. ¿Qué pazó? ¿algo grave? un par de
bobaliconez aburridoz. Mañana venimo lo que etábamos hoy.
–No. Mañana nos
vamos.
–Mire. Vamo a
hazer azí. Y le digo que tengo que hazer afloje y afloje porque me hizo llover.
Queda hazta la tarde y lo lee acá dentro pa su familia, la Mariela, la Gladyz y
el Tito. Una letura rápida, ze zube al auto y ze va.
Al día siguiente
todavía lloviznaba. Desayunaron con tiempo en el comedor y jugaron dos partidos
de Conga. Salieron a caminar por un sendero que se divisaba desde el ventanal.
El agua apenas molestaba. Vieron aperiá, coaties, zorzales, y otros. Pero, como
es obvio y más que evidente, nunca supieron lo que vieron, ni les despertó
verdadera curiosidad.
Volvieron sobre el
medio día y la mesa estaba servida. Varias fuentes humeando, como en el mejor
restoran buffet. Exquisito. Los niños pedían para quedarse. “Mamá, dale, dale,
leelo dos o tres veces más”. Con la ceremonia del café llegaron los escuchas y
se sentaron alrededor del fuego. Esa vez fue sencillo comenzar la lectura, y
aunque en el comienzo leía sin saber qué estaba diciendo, en el final de la
segunda carilla conectó con la escritura de esa mujer tan única y diluvió desde
ese momento hasta que terminó, y aún después, con una abundancia tropical e
impropia.
Hicieron los
bolsos y recibió el segundo fajo de billetes (aunque faltó la lectura del
domingo había sido tan copiosa esa agua que alcanzaba, al menos hasta nuevo
aviso, dijo el gaucho contratista), se abrazaron y despidieron como se despiden
los amigos, prometiendo volver a encontrarse a la brevedad.
Mariela volvió con
ellos, así que en el auto eran seis, cargadito, cargadito iban. Llegaron a la
portera y un charco grande les advirtió que debían acelerar para sobrepasarlo.
El vehículo enterró las ruedas en el barrial y quedó clavado sin ser capaz de
avanzar. Y otro chaparrón se descolgó de un cielo gris, casi negro, dejándonos
cerca de lo que los citadinos llamamos inundación a primer golpe de vista. Los
charcos se agrandaban mientras ellos reían dentro del auto sin saber qué hacer.
Llegó el gaucho en la moto y se detuvo a unos metros del gran lago.
–Bajen. Cuando ze
anega azí, hay que esperar a que zeque. No hay manera de zalir del campo,
¿zabe? Ni de zacar el vehículo del pozo. Hazía trez año que no pasaba, eto.
¡Una bendizión!. – Estaba tan emocionado.
Volvieron
incrédulos al casco. Llovió tres días seguidos. Comenzaba a peligrar otra vez
la cosecha. Esta vez por inundaciones. La gente pedía que quemara el trabajo, y
los libros de la Woolf. Por suerte la licenciada, los tenía escondidos debajo
del colchón.
Por otra parte
habían tenido que suspender sus actividades en Montevideo y los niños estaban
faltando a clases sin que se avizorara al menos por dos semanas la solución (ya
que al parar de llover al menos teníamos otros diez días de secado). Los niños
se incorporaron a la escuela y liceo de Vergara, para no estar tan aburridos en
el encierro de la estancia. Desde el primer día les encantó. El marido se
incorporó a la comisión de fomento de Vergara y propuso varias ideas
alternativas para un turismo ecológico y de avistamiento de aves, que parecía
ser un boom en Europa, junto con la creación de una página web, que lo llevó a
ser presidente interino de la comitiva del pueblo. La licenciada extrañaba
Montevideo, su trabajo y su casa, con la misma intensidad con la que Virginia
amaba a Londres y sus costumbres, pero sabía que eso mismo le impedía detener
la lluvia y partir, de solo pensar en la escritora llovía, no se requería de
público, eso fue algo que también la licenciada concluyó en Vergara.
Un día se dio
cuenta de que tenía la solución en la estantería junto a su cama, lugar en el
que descansaban Borges y Cortázar. No lo dudó ni un momento, Borges fue el
elegido, Borges los secaba rápidamente, con Julio la cosa se iba a poner más
tropical. Sólo que tenía que conectar con aquel hombre, y no era a la ligera,
conectar es conectar y eso le llevaría al menos mes y medio con buen grado de
concentración.
Lo último que supe
de la licenciada es que luego de salir de Vergara con un sol que rajaba los
terrones de tierra y hacía peligrar otra vez la situación del pueblo, la
licenciada retomó sus actividades, pero su familia extrañó aquella vida de
pueblo, y por lo tanto, en nombre del bien familiar, decidió ofrecerse para
algunos fines de semana al mes con un menú que incluye:
Lluvia. Sequía.
Noches de primavera. Niebla escocesa. Calor intenso. Arcoíris.
Su marido le armó
una página web que tiene a Vergara y las declaraciones de sus habitantes como
testimonio. Ha dado resultado y la contratan bastante: por cuestiones de
agricultura (sembrado y cosecha, cada cual con sus particularidades de acuerdo
al producto), por cuestiones de ganadería (esquilas, vacunación e
inseminaciones), para eventos al aire libre (casamientos, cumpleaños de quince,
fiestas de cuarenta, cincuenta y de un año), y también estudios de arquitectos
e ingenieros para anticipar buen tiempo para hacer planchadas u otras
cuestiones de la construcción. Su fama ha trascendido fronteras y recibe
llamados de Argentina y Paraguay, pero todavía no se ha decidido a probar
suerte en el extranjero.