José Donoso, las palabras y el silencio

Compartimos este conmovedor texto escrito por Carlos Cerdá, como disparador para empezar a pensar el tema de agosto: la conversación


EN SU EXPRESIÓN ORAL, la lengua hace posible la conversación, el acto al mismo tiempo más humano y mágico que existe. 
Cada conversación es una llama de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad que se apaga con el silencio y que revive cuando el habla se reanuda.

Cada conversación es única; activa ideas y deseos que sólo en ese instante están maduros y tienen pleno sentido sólo para esos interlocutores. Los amigos lo son porque van aprendiendo cuál es el substrato común de experiencias que pueden enriquecer conversando. En rigor, aunque nos refiramos a lo mismo, nunca hablamos de lo mismo con amigos diferentes. El habla en la conversación es intransferible. Es una inteligencia que nace y crece en ese diálogo único, y que va abriendo caminos que sólo esos conversadores pueden transitar.

Cuando se pierde a un interlocutor como José Donoso -en su caso un interlocutor enorme, culto, sensible, provocativo, generoso- el silencio cae sobre el camino ya imposible, ese camino que nunca más será transitado. Es una pérdida que no tiene remedio. Por eso aquel domingo al volver de sus funerales en ese pequeño cementerio que se confunde con la eternidad del mar, estuve hasta muy tarde esperando que sonara el teléfono. 

No sabía que aquello que esperaba era una chispa que encendía ideas sólo en ciertos momentos y con un determinado interlocutor. Lo perdido, perdido. Tú me enseñaste que la vida es pérdida. Las ideas que había probablemente en mí y que tú activabas, ya no serán. Por eso, si tú te apagas, se apaga también una parte de mí mismo. Y una parte de todos tus amigos conversadores. Tus libros están aquí, muy cerca; puedo leerlos siempre, puedo tomar uno esta noche, ponerlo en le velador y prepararme a escuchar de nuevo tu voz. 
Pero esas otras palabras, las que me decías en un restaurante de Buenos Aires, en una calle de Cádiz olorosa a naranjos, en el famoso altillo, en la clínica o comiendo en nuestras casas, son palabras distintas.
Y sobre todo las que llegaban desde el teléfono, puntualmente, siempre el domingo en la noche. ese lugar sin límites que no era para mí el infierno de Marlowe, sino el espacio infinito e irrepetible del habla en el que nos encontrábamos. 
Esas palabras que sólo oíamos tú y yo.
Esas palabras que extrañan una continuación que ya no es posible, ese aliento al que me aferro tratando de oírlas nuevamente, porque sin ellas, desde hoy y para siempre, me va a faltar algo en el aire.

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