Esto es una escritura (no una pipa)

por Cecilia Fernández Costa


Pensando en estos días sobre qué aspecto de la escritura tomar para pensar aquí, terminaba siempre atorada. ¿Tomo la literatura como sinónimo de escritura  y entonces, por ejemplo,  me dispongo a sintetizar las reflexiones en torno a la problemática de definir qué es literatura y qué no lo es, mostrando por qué autores como Eagleton, de manera para mí convincente, sostienen que no es un verdadero objeto de estudio de una "ciencia de la literatura", pues no tiene características intrínsecas que lo puedan diferenciar de otros tipos de discurso?  (*)

¿O, por ejemplo,  me inclino por pensar la escritura en términos del sujeto que escribe porque todos escribimos (literal o metafóricamente) aunque no sea dejando marcas sobre un papel?  (Por supuesto, también podría elegir hablar de la textualidad, o de la recepción, o de cualquier otro aspecto vinculado a la literatura como discurso)

Pero si elijo esta opción, y me enfoco en el escritor, no puedo evitar meterme en un conflicto. La “ciencia de la literatura” comúnmente despreció los enfoques que denomina “psicologicistas” y ese desprecio llega hasta quienes nos formamos en esto a modo de una verdad incuestionable. O al menos, así me ha llegado a mí. Me pregunto por qué.  Tengo tan sólo algunas hipótesis, y varias entrevisiones y de ningún modo una posición. En principio, no veo por qué estudiar la relación de un escritor con sus producciones desde un punto de vista psicoanalítico no sea válido, como sí parece serlo enfocarse exclusivamente en el texto, o en la recepción. Y no porque importe el escritor en tanto sujeto, sino más bien como función. Por tanto, lo que intentaré en este artículo, será poner sobre la mesa algunas posiciones para dejar planteado el conflicto como a mí me llega y poder pensarlo. Y a lo mejor llegar a la misma conclusión (la no pertinencia de esos estudios), pero esta vez, como una verdad cuestionable, producto de una interrogación.

Es claro que psicoanalizar al escritor como si fuera una persona de carne y hueso que se desparrama en un diván, es un poco indefendible, por decir lo menos. 

Pero analizar la relación de un escritor y su escritura, el modo particular en el que pudo apropiarse del lenguaje por el que todos estamos atravesados, para hacerlo hablar a cuenta de su subjetividad,  pudiendo crear  y mostrar su singularidad y que en ese hecho resida el efecto en los lectores, ¿por qué habría de interesar sólo al psicoanálisis? ¿Por qué habría de desdeñarse desde una "ciencia" de la literatura, si afecta a la recepción, porque la forma en que llega un texto tiene que ver con lo que allí se puso en juego, a través del lenguaje? 

Si bien estoy en buena medida de acuerdo con Barthes en “La muerte del autor”:
“[...] la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaban por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. 
“[...] en cuanto un hecho pasa a ser relatado con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, [...] se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura”. 
¿Es “el lenguaje y no el autor el que habla”? Creo que ni una cosa ni la otra, sino ambas, y en todo caso depende (del autor y del texto).

En la interrogación acerca de la relación de un escritor con su escritura, está la mía (¿la de todo lector?). La de mi relación con mi escritura (pero no únicamente la literal), la de cómo hacer para enhebrar con palabras mi carne gozante y acercarme a una verdad sobre mi deseo y crear; y que sea un hacer, una performance, que me permita decir quién soy, y que de paso, en esa despersonalización que adquiero al escribir, en esa libertad, cuando no importan los datos precisos de mi biografía ni de la realidad "objetiva", otro (que “¿me?” lea) encuentre preguntas, espacios vacíos que lo cuestionen acerca de su deseo y lo prendan a mi texto, que aunque no siento que es del todo mío, también lo es. Todos somos escritores, o intento de escritores, aunque sea de nuestras propia novela de vida. 

Sin duda, estamos hechos de lengua, estamos armados por el Otro. Somos un concierto de voces otras, en las que tantas veces es difícil reconocer una como propia.  Pero algunas escrituras consiguen que quien las performa tome el toro por las guampas, y se apropie de esa lengua que lo habla, y consiga hablarla él, y crear algo nuevo y romper una esclavitud.

En “Sobre la lectura”, Barthes aporta esta linda idea, que no puedo evitar asociar con Borges:
“la lectura es buena conductora del Deseo de escribir [...]; no es que queramos escribir forzosamente como el autor cuya lectura nos complace; lo que deseamos es tan sólo el deseo de escribir que el escritor ha tenido, es más: deseamos el deseo que el autor ha tenido del lector mientras escribía, deseamos ese ámame que reside en toda escritura”. “…cada lectura vale por la escritura que engendra, y así hasta el infinito”. 
Me vuelvo a preguntar, entonces, por qué circula cierto desprecio por los enfoques que atienden cierta psicología del escritor en relación a su discurso. Es cierto que no interesarían mayormente los traumas vividos, los datos empíricos de su existencia vital, como si se fracturó una pierna de niño, o tuvo una relación conflictiva con su madre (pero ¿por qué sí importan hechos de su vida política o histórica que lo vinculan a la “realidad”?)... a menos  que de allí pueda extraerse alguna información acerca del efecto de la escritura en él, cómo la anudó a su carne, y cómo aparece una singularidad en sus textos, recibida por nosotros los lectores, que sin importarnos los datos precisos de su biografía, respiramos un sujeto deseante/gozante entre sus palabras, entremezclado con los personajes, en el puro discurso, que nos cuestiona, nos conmueve, nos hace identificarnos, bordea nuestras preguntas, a veces sin saber que las teníamos. En definitiva, algo que nos puede permitir pensar la relación de todo sujeto con el discurso, con la forma en que utiliza la textualidad, con la forma de esa textualidad, con los efectos que esa textualidad concreta produce en escritor, en lector, en sociedad.

Una de mis hipótesis respecto a este desprecio, es que persiste la ilusión en el campo de los estudios literarios, no conciente claro, de que es posible un metalenguaje, un discurso sobre su objeto (“literatura”) que pueda dar cuenta de él como por fuera, sin implicarse. Sin ser él mismo una escritura. Sin que en ese discurso “metaliterario” descanse un sujeto, que hace sus elecciones, sus recortes, y que está tan determinado por sus deseos, por la ideología en el amplio sentido del término, por sus represiones, como el escritor (lo cual no quiere decir que no haga un esfuerzo diferente al del escritor, por mantenerse dentro de los márgenes que le imprime su disciplina, intentando acotarse a su investigación. Pero una cosa es hacer ese esfuerzo sabiendo que en última instancia siempre se está implicado como sujeto, y otra muy distinta es negar la propia subjetividad) Eso, sumado a que existe también una cierta creencia en que atender la psicología es divagar, es “subjetividad” (ficción) pura, es no rigurosidad.  Eso no pasa con los abordajes sociológicos, por ejemplo, y ni que hablar de los históricos, que están bien aceptados y legitimados en el campo de los estudios literarios, pero de los que lo mismo podría decirse, porque ¿qué no es en alguna medida "ficción" en el campo de lo humano? (ya decía Lacan que la verdad tiene estructura de ficción). Viene a mi mente la queja de Levrero, cuando tildaban su literatura de “fantástica”, y aducía, enojado, que para él era realidad. Sus sueños, sus fantasías, acaso, ¿no hablan de su realidad psíquica? Supongo que parte del desprecio por estos enfoques reside en hacer la vista gorda al inconsciente que se interpone entre nosotros y todo objeto. En la ilusión de creer que es posible un saber del que somos agentes plenos, que podemos controlar, como si no tuviéramos toda una zona de nosotros mismos que desconocemos y que nos gobierna, produciendo sus buenos efectos.

Por supuesto, para hacer un abordaje psicoanalítico que no sea una guitarreada, se necesita conocer la herramienta, y estar en una posición subjetiva de no-todo, frente al saber. Saber que no se sabe. Aceptación de la falta. Supongo, por tanto, que parte del desprecio hacia los enfoques “psicologicistas” reside en resistencias a asumir esa falla de todo saber. Por supuesto, no todo crítico o teórico podrá tener las herramientas para realizar un enfoque de esta naturaleza, como sí tiene para aplicar otros tipos de enfoques, como los sociológicos, los lingüísticos puros, los antropológicos o los históricos que se llevan bien con la conciencia, pero no por ello debería despreciarse la posibilidad de una psicocrítica, practicada por quienes  transiten el camino de ese otro saber, del de lo que no se sabe. 

Cierto es que no hay escritor sin público y sin texto. Es una tríada inseparable, en la que cada uno se ve afectado por los otros dos.  Y por todos los discursos y valoraciones que circulan en torno a ellos (desde la crítica, las teorías, las decisiones editoriales, etc.). Por lo que cada aspecto de este sistema vivo que se quiera abordar es pertinente a los estudios literarios, aunque, por supuesto, puedan jerarquizarse niveles de importancia.  

Veamos lo que dice Antonio Cándido en su texto “O escritor e o público”:
“...o público é condição do autor conhecer a si próprio, pois esta revelação da obra é a sua revelação. Sem o público, não havería ponto de referência para o autor, cujo esforço se perderia caso não lhe correspondesse uma resposta, que é definição dele próprio. Quando se diz que escrever é imprecindível ao verdadeiro escritor, quer isto dizer que ele é psiquicamente organizado de tal modo que a reação do outro, necessária para a autoconsciência, é por ele motivada através da criação. Escrever é propiciar a manifestação alheia, em que a nossa imagem se revela a nós mesmos.” 
Que ahora hago dialogar con este fragmento del texto “Diario de un canalla” de Mario Levrero:
"Ahora, con cierto rubor, imagino una serie de lectores dispersos, que entran y salen en mi prosa cuando quieren, que saltean párrafos enteros, buscando sustancia, que cierran el libro y deciden no volver a leer nunca más. Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción”. 
“No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es un novela, carajo. Me estoy jugando la vida”.  
¿Debemos creerle a pies juntillas? ¿Esa escritura para autoconstruirse, no requiere del otro? Pero, más interesante aún y todo un tema del que bien se precave la crítica literaria moderna: ¿es Levrero el que dice yo?:
 “…la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo, no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto» no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para que el lenguaje se «mantenga en pie».” (Barthes, “La muerte del autor”)
¿Quién es el yo que dice yo? Los pronombres de la lengua, son casos particulares de shifters, entidades lingüísticas que anudan enunciado y enunciación, que permiten la “ilusión referencial”, introduciendo imaginariamente al sujeto de la enunciación dentro del enunciado, designándolo, representándolo, pero no significándolo. (Lacan: “La cadena de la enunciación [...] marca el lugar donde el sujeto está implícito en el puro discurso [...]; la cadena del enunciado es aquella en que el sujeto es designado por los shifters”). 

Si digo que ese yo remite a la persona que firma ese texto, Levrero en este caso (entendiendo por "Levrero" el sujeto de carne y hueso) que se hace cargo de esa enunciación como una referencia a su realidad empírica (por tanto señala a un individuo), o digo, por el contario, que ese yo, remite a un personaje creado por la persona que firma ese texto, Levrero,  y por tanto es ficcional (¿el otro no lo es?), en cualquier caso, será un lugar semi vacío, que nunca podrá dar cuenta de una plenitud -ni del sujeto  (deseante) de quien firma el texto, ni mucho menos del personaje, que no tiene cuerpo, por lo que nunca podrá tener sujeto). Vivimos una ilusión. Nosotros leemos ese yo -significante, pura materialidad vacía, sin cuerpo-, imaginariamente como un signo estable, cargado de contenido; hacemos aparecer mágicamente en su lugar a un imaginado in-dividuo, que no existe como tal. 

La narratología se ha encargado de deconstruir la enunciación, para no meter todo dentro de la misma bolsa, y separa entonces al autor como persona empírica, del autor como función, o posición y del narrador; así como separa al lector empírico (el de carne y hueso que lee), del lector ideal, del narratario (lugar del “tú” al que va dirigida la enunciación del narrador). Por lo que nos enseña a precavernos de creer inocentemente que lo anterior lo dijo Levrero. Todo lo que la narratología puede decir a ciencia cierta, es que los enunciados mencionados corresponden al narrador.

Pero hasta decir que lo anterior lo dijo Levrero, ¿qué significaría? ¿Cuál de todos los Levreros? Sabemos que el “yo” centrado es una ilusión imaginaria, porque estamos habitados de discursos que provienen de la cultura (todo texto es polifónico), donde nuestra voz se encuentra entremezclada y muchas veces perdida en mandatos y discursos ajenos, y la escritura tantas veces es una lucha por encontrarla, por crearla, y por su intermedio crearnos, inventarnos. Todos tenemos la vivencia más o menos angustiante de que las frases que soltamos en nuestra vida cotidiana no pueden dar cuenta de nosotros mismos.  Cada vez que soltamos un “yo” es un acto inédito el que se inaugura, en el que no somos los mismos que un segundo atrás, aunque el tú que lo lee intente imaginarse a un ser único y cristalizado.

Creo que el psicoanálisis y la lingüística, juntos, tienen mucho para decir y pensar respecto a esas funciones del lenguaje donde están implicados al menos dos sujetos. Y por allí es donde visualizo su mayor aporte a los estudios literarios.

Dewey (filósofo) definía al arte como una forma intensificada y refinada de la experiencia. Eagleton llama la atención sobre el hecho de que la literatura es un discurso valorado en alta estima por las sociedades.

¿Qué es lo que sostiene esa valoración de tanta estima?

Creo que tiene que ver con un discurso que busca decir una verdad sobre el deseo del sujeto que lo enuncia, que lo signifique, aunque sea de refilón, aunque sus enunciados no tengan por contenido su biografía (a veces porque sus enunciados no tienen por contenido su biografía). Y sin que ese sujeto le importe mayormente al lector, que no sabe medir qué tan cerca o lejos está el escritor real de sus palabras, éste encuentra en la entre-línea, en los espacios vacíos, en los propios shifters que no significan a nadie, un lugar que puede ocupar, algo que lo toca.

Es en la enunciación, en el correr de la cadena significante donde se desliza el sujeto y se deja entrever.  Allí, soterrado, entre los sujetos imaginados, late el sujeto del escritor. Allí se nutre el sujeto del lector, que encuentra en el discurso, a través de los shifters, los lugares vacíos que el escritor dejó y puede él mismo ocupar,  a su modo, un modo que tiene que ver con las preguntas que lo habitan, que encuentran diálogo con las preguntas deslizadas por el otro.  En esto se sostiene, creo, la vigencia del arte y en particular de la literatura, su existencia como discurso altamente valorado, a través de la historia. El permitir la circulación del deseo, en torno a una falta, a través de las preguntas que nos mantienen en movimiento. En zambullirse de cabeza en el lenguaje, para pescar algo de lo real de nosotros mismos, que se nos escapa. Y todo esto, en el puro discurso.

Por tanto, tal vez lo central del aporte del psicoanálisis no tenga que ver con el sujeto del escritor en sí mismo, ni siquiera con los personajes textuales tomados como sujetos, sino con el análisis de su función en el discurso literario, dirigido a quienes lo diseminan de sentido.  


Post scriptum: Una semana después de haber escrito este texto, tras dejarlo leudar, con la ayuda de algunos interlocutores, y fundamentalmente del aporte de una psicoanalista con quien estamos embarcadas en un proyectito de investigación, que me habló del texto de Foucault "¿Qué es un autor?", lo que me hizo ir a leerlo, debo decir que creo que ya no estoy de acuerdo conmigo misma, y por eso modifiqué algunas partes, aunque creo que no fueron suficientes. Les recomiendo leer ese texto. En todo caso, el haber escrito esto me hizo mover tanto el pensamiento, que sólo por eso valió la pena. Ya les contaré en otro escrito, mis nuevos derroteros. 



(*) En definitiva, llegando a la idea de que es” literatura” lo que la gente, en un momento dado de la historia, decida llamar literatura, valoración que depende de juicios que antes que individuales, son efecto de factores tan complejos como la cultura en la que se encuentre inserta esa recepción del texto (que por supuesto incluye el estado de lengua y la ideología en el amplio sentido del término), la historia crítica que haya sufrido el texto en cuestión -digamos, el derrotero de su recepción cultural a lo largo de su historia-,  la intención con la que se produjo (como texto “literario” o no), los recursos que utiliza (si hay una notoria percepción de una opacidad del lenguaje en el momento de la recepción, que vuelve la atención del lector sobre la materialidad del lenguaje –lo que Jakobson identificó y nombró como “función poética”- o si por el contrario, el lenguaje es utilizado de modo más o menos transparente), ninguno de los cuales es definitorio por separado (a quién le interese toda esta disquisición le sugiero leer el capítulo introductorio “¿Qué es la literatura?” del libro Una introducción a la teoría literaria de Terry Eagleton.)

En definitiva, parecen coincidir Barthes, Eagleton, (también pienso en Genette), al afirmar que la literatura debería estudiarse como parte de un sistema más amplio: el discurso, heredero de la vieja retórica griega (aquí viene a mi mente el artículo de Genette sobre la historia de la retórica como la historia de una limitación progresiva),  absolutamente interdependiente de la lengua.  

“A todos los niveles, argumento, discurso, palabras, la obra literaria ofrece [...] la imagen de una estructura perfectamente homológica [...] respecto a la propia estructura del lenguaje.” Frase de Barthes que no puedo evitar asociar con la muy famosa lacaniana “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, que me remite nuevamente al primer tema que trabajamos en Langue Lengue: la lengua como ente (Otro) que nos constituye tan silenciosamente, que sin haberse uno metido por interés o casualidad por estos caminos de reflexión que abre el psicoanálisis, la lingüística, la antropología, no aprecia en su dimensión vital. Y digo “vital” en el literal sentido del término: que nos permite mantenernos con vida humana, de la misma manera en que el oxígeno (el oxígeno es a la vida de nuestro cuerpo animal, lo que la lengua es a la vida de nuestro cuerpo humano, es decir, cultural).

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