por Cecilia Fernández Costa
“El estilo es el hombre”, dijo Elianna que escribió Buffon en el siglo XVIII. ¿Cuál de todos? Los estilos, digo. Porque hombres hay muchos, y estilos, puf, ¿tantos como hombres? Está llenito de estilos. Como de hombres, aunque algunos se parecen. Los estilos, digo. ¿Y los hombres?
Hablar así de un tema serio o académico (¿será lo mismo?) ¿será mi estilo? ¿Qué carancho quiere decir que el estilo es el hombre? ¿Qué corno es el estilo? Como categoría “el estilo” se me figura como una ensalada. La polisemia funcionando a mil bajo este concepto, noción, metáfora o imagen. Un mismo autor utiliza el término con distintas acepciones, y no sólo en textos distintos. ¡Así no se puede pensar con tranquilidad!
Quién iba a decir en estos tiempos que corren que, desde la antigüedad greco-latina (al menos desde la Poética de Aristóteles) hasta la aparición del romanticismo europeo –ayer nomás, a la vuelta de la esquina de la Historia–, el valor artístico iba a recaer exclusivamente sobre la mímesis. Para Aristóteles el arte era imitación de la realidad. “¡La pucha, que me quedó igualito, igualito!” diría, con estas palabras u otras, el poeta horaciano, feliz de la inspiración divina y de su trabajo, a través de los cuales su relato, cargado de verosimilitud, se parece a la realidad, es una casi indiferenciable imitación de las acciones humanas. Pura poiesis, creación. Con el Ars Poetica de Horacio, ya por el siglo I DC, pilar insoslayable del clasicismo del medioevo (parece que la Poética estuvo perdida por siglos, hasta casi finalizada la Edad Media, pero Horacio había estudiado en Grecia, conocía bien la concepción estética de Aristóteles y en buena medida la incluyó en su texto) el talento y la inspiración divina son elementos importantes de la creación. El poeta como médium, por un lado (en cuanto a la inspiración), pero por el otro, como valor fundamental, su trabajo con la fábula, trabajo en el que el/los dioses no participan. Su estilo viene dado por los recursos con los cuales consigue su propósito mimético (el ritmo, el lenguaje y la armonía, para Aristóteles medios de toda creación artística). Todo está tabulado. Cómo hacer buenas descripciones, cómo organizar y cuánto deben durar las acciones para conseguir una buena tragedia con su objetivo sine qua non: producir temor y compasión en los espectadores a los efectos de lograr una buena catarsis (sin eso, no se consigue una tragedia como dios manda, y nones, no hay tu tía ni estilo que valga; a llorarle a los dioses del Olimpo –si uno era un poeta griego AC–, o al Uno –si uno era un poeta DC). El hombre era tan otro en aquel tiempo, estructurado por una cosmovisión que cuesta pensar sin la tentación de hacer encajar a prepo la nuestra. En aquel tiempo el estilo no era el hombre. Acaso sí el trabajo del hombre –el de la pluma, el martillo, el cincel, siguiendo en las letras las prescripciones establecidas por los manuales de retórica.
Díganselo a Buffon, si lo llegan a ver. Nada que criticarle, no vayan a creer, al final y al cabo este conde era un digno habitante de su época: el siglo XVIII en Francia ya es otro cantar. El sistema político-económico cambia radicalmente, ergo, cambio inevitable de ideología en puerta. El romanticismo inicia un quiebre de conciencia, en un proceso de rupturas y continuidades que llega hasta nuestro presente. El poeta romántico es el genio creador, no un médium, su subjetividad es la que vale, el genio está dentro de sí (los secretos de la naturaleza, Dios), el arte no es un acto creativo sino de expresión, reflejo de sus propios sentimientos, de su conciencia resquebrajada, de su sufrimiento. El genio se hace hombre, su nombre propio se vuelve importante. Aparece la noción de literatura (recuerdo borrosamente cuando en una clase de teoría literaria me vengo a enterar de que el concepto de literatura como lo entendemos hoy es tan reciente que da impresión; recuerdo mi descubrimiento de Madame de Staël como uno de los hitos en la aparición del término, con su libro publicado en 1800 Acerca de la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales. ¡¿1800?! La mandíbula me llegó al piso y me la tuve que levantar con la mano –ahora uso un estilo hiperbólico. ¿Lo uso o lo soy? Vaya uno a saber).
Con esta nueva forma de conciencia que se inaugura en ese momento histórico, con la subjetividad puesta de relieve, la singularidad empieza a aparecer como valor estético. Y con ella la importancia del autor, la categoría “vida y obra” tan preciada en la crítica literaria de los últimos siglos (ya hace un tiempo cuestionada, pero aún hoy operativa, aunque el perro tenga distinto collar). La presencia de la persona empírica adquiere una importancia frente a la cual cualquier griego o poeta del medioevo quedaría estupefacto. Con las dos manos se levantaría la mandíbula del piso –y esta vez sin hipérboles. El arte era en buena medida anónimo, por lo menos en relación a la identidad “nombre propio de persona física = nombre de autor”. Pensemos, sin ir más lejos, en Homero. ¿Fue un sujeto de carne y hueso? ¿O fue un nombre que se le dio a un conjunto de textos que tenían por objetivo salvar del olvido ciertos sucesos pasados, verdaderos o legendarios, más allá de las plumas que los materializaran? ¿Importaba mayormente quién o quiénes portaban la pluma? ¿Desvelaba a algún griego o latino saber este dato? ¿Podríamos hoy soportar tener un Homero sin desesperarnos por saber quién o quiénes están detrás?
Supongo que cierta acepción del término “estilo”, la más corriente hoy, el “a mi manera” que hacía aparecer Elianna en su artículo en combinación a la "originalidad" en su corriente de novedad, de la que hablaba Mayra en el suyo, es la que está fuera del horizonte mental de un habitante de un tiempo anterior al romanticismo. El estilo recaía en la técnica para lograr la imitación. Sin embargo en su segunda acepción, la originalidad como vuelta al origen no le resultará tan lejana al neoclasicista; aunque no como vuelta al origen de uno mismo como sujeto, sino a un origen más mítico-universal. El imitar a los clásicos como una vuelta a cierta época de la civilización greco-latina como origen valioso.
El romanticismo introduce una primera gran ruptura con la larga tradición estética. El péndulo oscila hacia el lado opuesto. El valor está en el genio del creador, un pequeño dios. El arte, antes que técnica, es inspiración. No hay realidad exterior que imitar, sino pura subjetividad que reflejar a través del lenguaje, la de los marginados del nuevo sistema económico capitalista, especie de elegidos portadores de los valores supremos, el cisne como metáfora del creador desde Baudelaire, el genio incomprendido arrojado fuera del sistema de producción. El estilo es pura genialidad. El lenguaje es transparente, una mera forma de expresión, de traducción de un contenido interior que le preexiste. Por supuesto, desde el romanticismo, mucha agua corrió bajo el puente y lo que era ruptura pasó con el tiempo a ser tradición. La tradición de la ruptura, que erigió a la originalidad (en tanto novedad), como valor estético supremo, destronando a la vieja mímesis. Allí y más tarde, vinieron los movimientos de vanguardia a dejar sus marcas en las primeras décadas del siglo XX (*), llevando la ruptura a todos los extremos que pudieron imaginar (la ruptura de la mímesis, del contenido, del lenguaje, de las metáforas motivadas, de la lógica clásica, de la conciencia, del sentido). En el campo del pensamiento fue por la década de los ’60 que autores como Barthes, Foucault, Derrida, Lacan, piensan estas rupturas deconstruyendo la arraigada idea del lenguaje como medio de expresión (reflejo ¿mímesis?) del pensamiento, poniéndola en entredicho, y abriendo la posibilidad de pensar la experiencia del lenguaje no como medio de exteriorizar algo preexistente, un contenido, que sería interior a uno mismo y que sólo debe, por tanto, encontrar la manera de hacerse material para que al otro pueda serle transmitida, “traducirse en palabras”, sino muy por el contrario, como “una experiencia del afuera”, donde no hay contenidos y formas, sino sólo formas que remiten a otras formas, y así sucesivamente, en un myse en abyme donde el contenido no es ya polisémico sino ilusorio, evasivo; y en esa falta, en ese espacio vacío dejado por un contenido último inasible materialmente a través de una forma, es que emergemos como sujetos deseantes, ingresando al humano registro del amor, el deseo, la muerte. El lenguaje no viene ya a expresarnos, sino a construirnos, como un verdadero tamiz que estructura nuestra carne sacándonos para siempre de la animalidad, y constituyéndonos como seres culturales. El lenguaje viene del Otro, la cultura, cuya primera representante es mamá. Esas marcas que ella empieza a tallar en nosotros, aun sin saberlo, y a las que se suman las marcas del entorno cercano, no son nuestra elección, pero van a determinar en enorme medida nuestra subjetividad, nuestro “mundo interior”. Ese mundo efecto del lenguaje, que de interior tiene bastante poco (al menos eso advertía Lacan con sus bandas de Moëbius y sus botellas de Klein, donde no hay adentro y afuera, porque a poco que uno “entra”, al rato ya está “afuera” y desde afuera vuelve a entrar, y queda todo desorientado, y al final es un relajo y más fácil pienso que hay afuera y adentro y no me complico más, ¡qué también! ¡Estos post-estructuralistas están todos majaretas!). Ese lenguaje especial que me llega y me habita, que no es igual que el que le llega y habita a otro, incluso si ese otro es mi hermano, organiza la manera en que veo el mundo, en que lo siento, en que lo habito, en la que le doy sentido y en la que no puedo dárselo y vivo la experiencia de lo inefable. Me llegan ritmos de la lengua de mi casa, me llegan cadencias, me llega sintaxis, mundo léxico con asociaciones entre palabras que son propias de mi universo vincular con el Otro de mi infancia, con su deseo, todo un mundo connotativo, rítmico, sonoro, imaginario, todo un sistema particular de signos con su valor diferencial, irrepetible, sólo mío, semejante sólo en parte al de mis familiares, porque se anuda a mi carne de una manera especial, intransferible, efecto de cómo fui hablado por el Otro, cuando devenía sujeto. No sé dar cuenta de ese lenguaje, pero él me habla en cada cosa que digo, y sólo soy consciente de una pequeña parte. ¿Por qué elijo usar siempre ciertas palabras, en vez de otras que también conozco? ¿Por qué me gusta tanto la palabra “belinún”, que decía mi madre para referirse no muy amigablemente a alguien? Y así como puedo pensar en palabras que tienen un valor especial en mí, lo mismo podría decir de ciertas sintaxis privilegiadas, o de ciertas maneras de usar la metáfora, o de ciertos tiempos verbales que prefiero antes que otros, para expresar el pasado. Hay todo un mundo valorativo respecto al lenguaje, que está tan unido a mi carne, a mi historia personal, tan atravesado por amor/deseo/muerte, que no sólo me es difícil dar cuenta de él, sino percibir en qué medida afecta a la manera en que recibo cualquier mensaje: sea una charla de alguien, sea una película, sea un texto literario, sea un texto de cualquier índole. Es la parte privada, singular, intransferible, solitaria de cualquier experiencia lingüística, y ¡cuánto más cuando ésta tiene que ver estrechamente con el valor: el arte!. ¿Por qué me encanta Cortázar y no me pasa lo mismo con Virginia Woolf (por citar dos puntos de diferencia irreconciliable entre las langue lengues)? Hay algo en la sonoridad del lenguaje, en la forma, en las expresiones elegidas, en la forma de la sintaxis, en los temas y el léxico, en los tiempos verbales y su forma de usarlos, en ese mundo particular de lenguaje, en los pensamientos que permite crear, que me despierta todo el interés y el deseo, o no lo hace. Es la diferencia entre un lenguaje (¿un estilo?) valioso en mi sistema carnal de lenguaje y uno que no lo es. Y eso varía de persona en persona, y de ahí viene el famoso “sobre gustos, hay mucho escrito” (me gusta más en esta vertiente rupturista).
El romanticismo introduce una primera gran ruptura con la larga tradición estética. El péndulo oscila hacia el lado opuesto. El valor está en el genio del creador, un pequeño dios. El arte, antes que técnica, es inspiración. No hay realidad exterior que imitar, sino pura subjetividad que reflejar a través del lenguaje, la de los marginados del nuevo sistema económico capitalista, especie de elegidos portadores de los valores supremos, el cisne como metáfora del creador desde Baudelaire, el genio incomprendido arrojado fuera del sistema de producción. El estilo es pura genialidad. El lenguaje es transparente, una mera forma de expresión, de traducción de un contenido interior que le preexiste. Por supuesto, desde el romanticismo, mucha agua corrió bajo el puente y lo que era ruptura pasó con el tiempo a ser tradición. La tradición de la ruptura, que erigió a la originalidad (en tanto novedad), como valor estético supremo, destronando a la vieja mímesis. Allí y más tarde, vinieron los movimientos de vanguardia a dejar sus marcas en las primeras décadas del siglo XX (*), llevando la ruptura a todos los extremos que pudieron imaginar (la ruptura de la mímesis, del contenido, del lenguaje, de las metáforas motivadas, de la lógica clásica, de la conciencia, del sentido). En el campo del pensamiento fue por la década de los ’60 que autores como Barthes, Foucault, Derrida, Lacan, piensan estas rupturas deconstruyendo la arraigada idea del lenguaje como medio de expresión (reflejo ¿mímesis?) del pensamiento, poniéndola en entredicho, y abriendo la posibilidad de pensar la experiencia del lenguaje no como medio de exteriorizar algo preexistente, un contenido, que sería interior a uno mismo y que sólo debe, por tanto, encontrar la manera de hacerse material para que al otro pueda serle transmitida, “traducirse en palabras”, sino muy por el contrario, como “una experiencia del afuera”, donde no hay contenidos y formas, sino sólo formas que remiten a otras formas, y así sucesivamente, en un myse en abyme donde el contenido no es ya polisémico sino ilusorio, evasivo; y en esa falta, en ese espacio vacío dejado por un contenido último inasible materialmente a través de una forma, es que emergemos como sujetos deseantes, ingresando al humano registro del amor, el deseo, la muerte. El lenguaje no viene ya a expresarnos, sino a construirnos, como un verdadero tamiz que estructura nuestra carne sacándonos para siempre de la animalidad, y constituyéndonos como seres culturales. El lenguaje viene del Otro, la cultura, cuya primera representante es mamá. Esas marcas que ella empieza a tallar en nosotros, aun sin saberlo, y a las que se suman las marcas del entorno cercano, no son nuestra elección, pero van a determinar en enorme medida nuestra subjetividad, nuestro “mundo interior”. Ese mundo efecto del lenguaje, que de interior tiene bastante poco (al menos eso advertía Lacan con sus bandas de Moëbius y sus botellas de Klein, donde no hay adentro y afuera, porque a poco que uno “entra”, al rato ya está “afuera” y desde afuera vuelve a entrar, y queda todo desorientado, y al final es un relajo y más fácil pienso que hay afuera y adentro y no me complico más, ¡qué también! ¡Estos post-estructuralistas están todos majaretas!). Ese lenguaje especial que me llega y me habita, que no es igual que el que le llega y habita a otro, incluso si ese otro es mi hermano, organiza la manera en que veo el mundo, en que lo siento, en que lo habito, en la que le doy sentido y en la que no puedo dárselo y vivo la experiencia de lo inefable. Me llegan ritmos de la lengua de mi casa, me llegan cadencias, me llega sintaxis, mundo léxico con asociaciones entre palabras que son propias de mi universo vincular con el Otro de mi infancia, con su deseo, todo un mundo connotativo, rítmico, sonoro, imaginario, todo un sistema particular de signos con su valor diferencial, irrepetible, sólo mío, semejante sólo en parte al de mis familiares, porque se anuda a mi carne de una manera especial, intransferible, efecto de cómo fui hablado por el Otro, cuando devenía sujeto. No sé dar cuenta de ese lenguaje, pero él me habla en cada cosa que digo, y sólo soy consciente de una pequeña parte. ¿Por qué elijo usar siempre ciertas palabras, en vez de otras que también conozco? ¿Por qué me gusta tanto la palabra “belinún”, que decía mi madre para referirse no muy amigablemente a alguien? Y así como puedo pensar en palabras que tienen un valor especial en mí, lo mismo podría decir de ciertas sintaxis privilegiadas, o de ciertas maneras de usar la metáfora, o de ciertos tiempos verbales que prefiero antes que otros, para expresar el pasado. Hay todo un mundo valorativo respecto al lenguaje, que está tan unido a mi carne, a mi historia personal, tan atravesado por amor/deseo/muerte, que no sólo me es difícil dar cuenta de él, sino percibir en qué medida afecta a la manera en que recibo cualquier mensaje: sea una charla de alguien, sea una película, sea un texto literario, sea un texto de cualquier índole. Es la parte privada, singular, intransferible, solitaria de cualquier experiencia lingüística, y ¡cuánto más cuando ésta tiene que ver estrechamente con el valor: el arte!. ¿Por qué me encanta Cortázar y no me pasa lo mismo con Virginia Woolf (por citar dos puntos de diferencia irreconciliable entre las langue lengues)? Hay algo en la sonoridad del lenguaje, en la forma, en las expresiones elegidas, en la forma de la sintaxis, en los temas y el léxico, en los tiempos verbales y su forma de usarlos, en ese mundo particular de lenguaje, en los pensamientos que permite crear, que me despierta todo el interés y el deseo, o no lo hace. Es la diferencia entre un lenguaje (¿un estilo?) valioso en mi sistema carnal de lenguaje y uno que no lo es. Y eso varía de persona en persona, y de ahí viene el famoso “sobre gustos, hay mucho escrito” (me gusta más en esta vertiente rupturista).
¿Entonces? (me pregunto yo después de haberme ido por las ramas del tilo) Mejor acudo a Barthes, que siempre me salva de un desbarranque seguro:
La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia” . (El grado cero de la escritura).
¿Persiste en nuestra ideología actual el genio creador del romanticismo? ¿El estilo es genio que me es dado, o es trabajo? ¿Qué hay de la técnica donde se jugaba el estilo de los antiguos? ¿Y la originalidad qué lugar ocupa? ¿Qué pasa con la mímesis? El péndulo hoy se movió de eje, y parece pasar por un lugar intermedio, donde, con las constantes del lenguaje en mí, como él es en mí, determinismo que es como una naturaleza (cultural) y no un don divino, tengo yo un espacio de libertad para trabajar la forma, utilizar la elocutio proveniente de siglos de tradición retórica, tomar a mis modelos (elegidos según mi forma de habitar le lenguaje), haciendo jugar cierta imitación, haciéndolos míos (incluso contra mi voluntad) a través de similares apropiaciones que las de mi nacimiento como sujeto, identificación tras identificación, y transformándolos según esta ensalada tuya-mía. En una búsqueda de lo que me es propio, de lo genuino en mí, ese es mi genio creador (hecho de otros). Esta libertad es la escritura.
Empiezo hablando como bufón de la corte, termino hablando en serio. ¿Mi estilo es uno solo? ¿Al final qué es el estilo? No sé, pero imitando a Sandino Núñez, cuando, invitado a hablar sobre Zizek habló una hora sobre cualquier cosa menos sobre Zizek, cierro a su manera: Buffon les manda saludos.
(*) El futurismo, el ultraísmo, el surrealismo, o por citar un ejemplo latinoamericano, el creacionismo del chileno Vicente Huidobro, que tanto desea romper el concepto de mímesis en el lenguaje, que pide que sus poemas no sean leídos en clave metafórica, sino literal, con su propia lógica interna, distinta de la del mundo real, cuando dice por ejemplo: “Mi espejo, corriente por las noches,/ Se hace arroyo y se aleja de mi cuarto.”
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