Entrepalabras

por Paola Menta

Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa –sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos en mármol imperecedero- el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: «Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura»". Virginia Woolf, The Common Reader, pág. 249.

Algunas veces he imaginado que el Todopoderoso al contemplar esa manifestación de lectores acercándose con sus libros bajo el brazo a las puertas del paraíso, sentencia: Al paraíso…¡Noooo! ¡Al infierno!, ¡allí es donde pertenecen! 

Se dirigen hacia el infierno, sin pesar y al llegar se encuentran con los escritores y los analistas…entre otros.

Virginia Woolf sentada en un vetusto sillón naranja mira rebotar y saltar palabras inglesas, Lacan con Justine a sus pies trenza y anuda, Freud escribe sentado ante su escritorio, reluce su elegante anillo negro. De pronto, Mrs. Woolf se levanta y deambulando masculla “but words…they are the wildest, freest, most irresponsible, most un-teachable of all things”. Se producen diversas señales de aprobación respecto de ese punto. Freud interrumpe la escritura para preguntar a los recién llegados qué libros han traído bajo el brazo.

El trabajo con las palabras es un trabajo endemoniado. Tras la fachada conocida y cotidiana, que las vuelven -nos creemos- inofensivas, vibra y pulsa su poder. Las palabras tienen temperatura y siempre mantendrán, por más que nos empeñemos en lo contrario, cierta extrañeza. Algo las torna inmanejables, indomeñables.

Las palabras se dicen algunas veces a pesar nuestro y otras desaparecen dejándonos boquiabiertos y mudos, con los ojos desorbitados y agitando la manos como si al batirlas las palabras pudieran acudir.

Las experiencias que nos marcan como seres humanos (la vida, la muerte, el sexo, el pensamiento…) son inexplicables, inenarrables…imposibles de abarcar por la palabra, sin embargo vivimos a diario el penoso trabajo de intentarlo.

En ese ejercicio se gana y se pierde. Se pierde, puesto que, cuando alguien habla se separa y se ve conminado a elegir qué, cómo y con qué hablar de eso (allí es donde supura la pluma,  diría Virginia Woolf).

Descubre en ese mismo acto, que las posibilidades no son infinitas; que no todo puede decirse. Descubre también que lo perdido no vuelve, sin embargo habla ignorando qué efectos producirá eso que al volver en palabras ya no es lo mismo.

Descubre también que su habla tiene una forma particular, le guste o no, tiene una forma propia, en la que se resume la historia de todos quienes han hablado con él y para él.

El lenguaje nos intima a construir dentro de determinadas estructuras y de esta manera estructura el pensamiento y le da forma a nuestra voz.

Así, aunque hablamos el mismo idioma, no decimos igual, no decimos lo mismo. Eso no nos dice igual, eso no nos dice lo mismo.

La lengua es de lo singular. Entre los intersticios de la sintaxis algo aletea, susurra.

Me imagino, algunas veces mientras leo, que es el alma del escritor lo que uno roza al leer.

Es el alma del escritor lo que le hace a uno pensar o decir algo, en ese instante solitario en que levanta la vista del texto para dirigirla hacia la ventana o el perro que ya conoce esa pausa en la que su amo se ensueña.

Imagen: “Muchacha leyendo con doguillo” de Charles Burton Barber, 1879.

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