Por Cecilia Fernández
Que estamos tejidos de lenguaje, no es una novedad.
Que tenemos ese tejido en las retinas por las que miramos el mundo (exterior e interior), en los oídos con los que escuchamos los sonidos del mundo, en la piel que protege nuestro descentramiento para que no nos desparramemos por ahí. En todos los huecos por los que el mundo nos penetra. No es novedad. Que el lenguaje mantiene unido en la vivencia lo que de otro modo sería fragmentación, alienación a la imagen, devoración, puro horror. Un tejido transparente, que obra sin descanso, y que me es tan necesario como el oxígeno que respiro. ¿Es novedad? Flor de empresa la del lenguaje, tejiendo sin alharaca nuestras redes.
Así que la lengua, regalo de mi
cultura hecha de gente que habla, está en mí, en mi cuerpo. Tejida con mi
carne. Me conforma. Los conforma. Y de paso nos permite objetivar lo que de
otro modo sería puro diálogo de sordos; puro ruido, puro silencio, pura nada, puro todo. Puro instante.
Estás leyendo en este preciso momento esto que escribí con mis dedos entretejidos de lenguaje. Y lo estás entendiendo. No sé qué estás entendiendo; difícilmente sea idéntico a lo que yo pensé –que ni siquiera es idéntico a sí mismo. Pero también difícilmente sea absolutamente diferente. Está esa zona de convergencia, donde nos encontramos. Y entendés que no te estoy hablando de mariposas. Así que con palabras pudimos delimitar gruesamente una zona común que nos hace sentir cerca. Te puedo contar. Te puedo pedir. Me podés contar. Me podés pedir.
Estás leyendo en este preciso momento esto que escribí con mis dedos entretejidos de lenguaje. Y lo estás entendiendo. No sé qué estás entendiendo; difícilmente sea idéntico a lo que yo pensé –que ni siquiera es idéntico a sí mismo. Pero también difícilmente sea absolutamente diferente. Está esa zona de convergencia, donde nos encontramos. Y entendés que no te estoy hablando de mariposas. Así que con palabras pudimos delimitar gruesamente una zona común que nos hace sentir cerca. Te puedo contar. Te puedo pedir. Me podés contar. Me podés pedir.
Pero a la vez, sentimos que esa
cercanía es ilusoria. Angustia. Estas palabras que estoy escribiendo, este
texto, están intentando bordear algo que se resiste a ser contenido en una
forma. Porque hay mucho más de lo que quiero decir, que no estoy pudiendo mediante estas torpes palabras. ¿Seré yo la torpe? Quiero traspasar de mi cabeza a la
tuya, directamente, mi sentir, ante esta incompetencia de mi lenguaje
intermediario que no me permite hacerlo sin traicionar la identidad de lo que es. No puedo, ¡pucha digo! ¿Por qué no
puedo?
Las palabras parecen agujereadas.
Pierden. Se les escapa el contenido que deben transportar. Así, mientras
jugamos el juego de la comunicación plena, las palabras nos dejan ese sabor
amargo que delata la ficción en la que insistimos creer o reventar: la posibilidad
de completud –estando aún vivos, claro. Muerto, ¡qué vivo! cualquiera está completo,
clausurado, cerrado. ¡Qué muerto! Uno con el universo. El paraíso
perdido. El Aleph. Como estar muy lleno o muy vacío. “Muy”. El deseo en
cambio: “ni muy muy ni tan tan”.
Así que las palabras nos muestran
muy a nuestro pesar, y no lo ve quien no quiere o no puede –porque sentirlo lo
siente, de un modo u otro, no hay más remedio–, que desde que estamos tejidos de
lenguaje, no podemos vivir el mundo sin su intermedio, no podemos ser el mundo. No podemos fundirnos en
otro. Estamos condenados a una separación. Pero esa misma condena que nos
encarcela dentro de nuestro cuerpo, es la que nos hace libres. El germen del
deseo. Así que la torpe no soy yo. O bueno, está bien, soy también yo. Y vos. Y él. Y
ella... todos los sujetos del lenguaje. No
existe un mundo extralingüístico para nosotros, habitantes de la lengua. Existe para
el perro, para el pez, para la tortuga, para la mariposa. No para nosotros.
Aprehender la cosa, decir todo lo
que está en mí -esa presencia que sospecho porque la siento, percibo sus
efectos, no me son del todo ajenos-, capturar todo eso que es en mí, con mi calderín de lenguaje, sencillamente es una empresa
imposible. Condenada al fracaso desde el vamos.
¿Por qué intentarlo entonces?
¿Por qué tantos escritores se afanan trabajosamente, apasionadamente, en una
cuestión que parece casi de vida o muerte? Lograr decir más, lograr estrechar
las redes del lenguaje para que deje pasar menos de aquello líquido de uno
mismo que se escapa. Aquello singular, que el uso común del lenguaje no
captura, porque busca lo común a todos, en la comunicación. Aquello que excede
al código lingüístico. Aquello que me es propio. Lo que pasa en mí cuando digo
o escucho “casa”. Que no es lo que pasa en vos cuando decís o escuchás “casa”.
El sentido en vos, diferente del sentido en mí. Un uso del lenguaje que excede
la comunicación. ¿Cómo cerco todo lo que “casa” no dice, pero está ahí adentro mío, inquieto, latiendo desesperado por ser enlazado? Necesito un collar hecho de
lenguaje que en su movimiento rodee eso que hay en mí cuando pienso “casa” y
diga algo más, de lo que “casa” simplemente dice.
“La
obra no nombra el sentido, afirma en suma el semiólogo [Barthes]; la escritura sugiere un sentido
translingüístico nunca verbalizado en las categorías de la lengua; en síntesis,
no busquen la escritura en la sustancia lingüística de la lengua. No es en lo
inmediato verbal como se da la escritura; ella ha de ser interpretada como plus
de lo nombrado; ella es lo inagotable del sentido, accesible únicamente a una
infinita interpretación”. (Julia
Kristeva)
¿Por qué el escritor se embarca
en el juego infinito con el lenguaje? ¿Por qué a algunos los obsesiona lo
inefable del lenguaje? Pienso en Cortázar, en Borges. Pienso en Levrero, que en
su prefacio histórico a La novela
luminosa escribe:
"Ciertas
experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen,
es imposible llevarlas al papel."
"Lo
creía imposible y lo sigo creyendo imposible. Que fuera imposible no era motivo
suficiente para no hacerlo..."
"Yo
tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar.
Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso"
El fracaso del lenguaje para
decirlo todo, es la libertad del deseo, incesante tejedor de historias que
enlacen lo que somos, sin llegar a aprehenderlo jamás. Es lo que sucede en el
mientras lo vital de nuestra experiencia. Porque como sin embargo agrega
Levrero:
"Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé
cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude
llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda
para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun
terapéutico"
El deseo requiere la ficción de
la satisfacción total. Cuando la ardilla de La Era del Hielo capture finalmente
esa avellana… tendrá que buscar otra o morir. El deseo es un gran fracaso, sí.
El de la muerte.
¿Por qué alguien
utilizaría la herramienta lingüística para contar su singularidad inaprensible,
de la que conoce sólo algunas partes? ¿Cómo es posible que lo que sirve para
homogeneizar, objetivar, también sea capaz de enlazar la subjetividad más
íntima, sin clausurarla, y acercarla a uno mismo y al otro?
La palabra que lo diga todo… en
la punta de la lengua.
Me gusta y la relacioano con la obra que estoy haciendo (Quién donde qué ahora), esta frase: la piel que protege nuestro descentramiento para que no nos desparramemos por ahí.
ResponderEliminarContá un poco de la obra, dale!
EliminarGuauuu amiga.. que palabras! Y lo dice una lega en el tema. Lo importante es que si lograste interesarme así a mi, y que lo disfrutara, es un mérito sin duda de otra cosa que nuestra amistad. Buenissimo! Felicitaciones! Vamo arriba con el blogg un abrazo!
ResponderEliminarMónica Almansa