por Elianna Pascual
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.”
Miguel Hernández
“Nanas de la cebolla”(fragmento)
“Estamos constreñidos a dar una nueva significación a la palabra, una extensión de sentido, gracias a la cual podemos 'crear sentido' allí donde la interpretación literal es propiamente insensata.” Paul Ricoeur
Miguel Hernández escribió en sus Últimos poemas (1941–1942), en plena cárcel franquista, el hermoso “Nanas de la cebolla”, dedicado a su hijo. Cuando el poeta produjo metáforas como “boca que vuela”, para referirse a la risa de un niño a quien no podía, por las terribles circunstancias que estaba viviendo, ver ni oír sonreír, quizás tenía la percepción, quizás la certeza, de que las palabras lograrían escabullirse entre los despiadados barrotes de aquella cárcel y acercarse al hijo. Porque el lenguaje, las palabras, son, al igual que la risa, boca que vuela, en la medida que salen de nuestras bocas y emprenden el mundo, lo aprehenden, lo aprenden, lo resignifican y lo transforman.
Ahora bien, si la risa y la palabra son boca que vuela, la literatura podría ser boca que aterriza, que se inmortaliza en un pedazo de papel, después de haber sido pensamiento o lectura o diálogo, después de haber emprendido el vuelo, como la risa del niño al que le escribió el poeta. Pues, paradójicamente, gracias a aquella hermosa metáfora, gracias a la literatura, el poeta logró alzar el vuelo, romper barrotes, y llegar hasta aquel niño. Y llegar –quién sabe si lo pudo imaginar alguna vez– a ser canción y a estar en boca y corazón de tantas generaciones posteriores a la suya. (Eso sí que es volar.)
Pensándolo desde una perspectiva gramatical, es interesante apreciar cómo el contenido semántico de la breve oración subordinada “que vuela” puede propiciar el desenlace de una parte del cuerpo humano tan pequeña como es la boca. Es el verbo el que libera al sustantivo que lo subordina, si pensamos en términos freireanos: que lo oprime. Es el acto de volar el que libera a la boca, metonimia del decir, parte por el todo del pensamiento humano, labio delineado como alas que se remontan en risa, libido encarnada en la más genuina expresión de alegría.
“Boca que vuela”, dijo el poeta, y produjo, en términos de Jean Cohen a través de Paul Ricoeur, una “impertinencia semántica”: “haciendo sufrir a las palabras una suerte de trabajo de sentido, llamada 'torsión', gracias a la cual el enunciado metafórico accede al sentido”. La metáfora, agrega más adelante Ricoeur, “consiste, efectivamente, en un error calculado: asimila cosas que no van juntas, pero gracias incluso a esta equivocación hace surgir una relación de sentido hasta aquí no señalada entre dos términos que la clasificación anterior impediría comunicar.”
Se crea una metáfora y con ella una realidad nueva, absurda para aquel estado de cosas, irrealizable de cualquier otra manera fuera del lenguaje. Porque “La metáfora es una innovación semántica, que no tiene estatuto en el lenguaje establecido y que existe sólo en la atribución de predicados inusitados.” He aquí, se me ocurre, la maravilla de este verso: que a través de lo que dice y de cómo lo dice logra propiciar el encuentro. Porque la metáfora, para decirlo en palabras de Ricoeur, “tiene mucho más que un valor emocional. Supone una información nueva. En efecto, por medio de un error categorial, nuevos campos semánticos surgen de los nuevos acercamientos. En suma, la metáfora dice algo nuevo sobre la realidad.”
Imagen: La borrasca (detalle), óleo de Lucien Lévy-Dhurmer
Imagen: La borrasca (detalle), óleo de Lucien Lévy-Dhurmer
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