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Imagen tomada de: http://www.contioutra.com/ |
Siempre nos preguntamos qué dirán nuestros lectores, qué escribirán. Por eso celebramos el ida y vuelta de los comentarios y de los mensajes, que tanto nos aporta para seguir elaborando, seguir siendo. Hoy compartimos este texto escrito por Javier Montiel a propósito del día de la muerte de José Saramago, que nos pareció muy oportuno. Javier es un entusiasta lector que nos acompaña desde que comenzó el blog.
El 18 de junio de
2010, murieron todos los otros, aquellos que se suponía que murieran porque, a
pesar de que hicimos todo lo posible, señor, o fue todo muy rápido y ni
siquiera vio venir el vehículo, o ya estaba muy viejita y ahora está
descansando, así, sin los dolores del reúma que era lo que ella quería y
deberíamos estar contentos, por ella, porque pasó a mejor vida, murieron, como
decía, todos esos, menos quien se suponía que debía morir. Pero qué deuda o
deber es este que marca por acumulación de azares o en el caso de algunos, los
que pueden estar ahora a lo largo del mundo, ya sea de un árbol o del techo,
pendulando de una cuerda, por decisión propia, aunque en ellos también algunos
azares han arrastrado como las aguas de un río, muchas rocas y ramas a su paso,
dificultando el discurrir natural de la corriente. Y debemos contentarnos con
eso, acaso. No, señor. Porque se dice que las deudas se pagan aquí, lo decimos
aquellos que no creemos en un allá y el aquí pierde por tanto un poco de
fuerza. Pero entonces, cómo puede ser que las deudas generadas por esos azares
se paguen con la acción de ausentarse definitivamente, sustraerse del mundo y
de uno mismo, dejando apenas unos colores pálidos y los últimos sonidos
estomacales, porque eso sí, el ácido no entiende de muerte, ni siquiera cuando
la habita.
El 18 de junio, en domicilio que era
suyo, pero fíjese usted, en un país que no le pertenecía pero que lo había
adoptado por amor, como un novio por fin simpático que se consiguiera la niña,
con 87 años y medio, que es importante decirlo, porque en definitiva,
preguntémosle a los muertos si seis o siete meses en su vida no fueron
importantes, y nos dirá que si se sabe, cada minuto haría la diferencia al
hacernos temblar. Ahí en la cama estaba José. Había escrito dos páginas ese día
que ya eran la 29 y la 30, y masticaba despacio ideas para su continuación.
Pero allá, en Azinhaga, ombligo de Portugal, un viento fino y apretado se coló
por una rendija y apagó la llama de una vela que brillara desde un tiempo que
ninguno ya recuerda, porque casi nadie guarda espacios de memoria para objetos
que solo tienen valor de uso, quizás por eso uno se cree que pueden estar
encendidas toda una vida y que aquella llama, por cada instante de existencia
es eterna. El viento giró luego en semicírcula curva y por la misma rendija que
no impidiera su entrada, como pidiéndole perdón a un portero y haciendo mea
culpa, escapó, y dirigió su marcha hacia Lanzarote, buscando complicidad a su
paso, pues sabía que necesitaría ayuda para tan ambicioso fin. Ajeno a todo
esto estaba José, que hacía entrar y salir de sí otros vientos, que luchaba con
sus propias piedras y ramas para que ese viento fuera vaivén y río y, ya
cansado, decidía poner fin a la corriente. Uno, así al pasar, dice Decidía,
como si fuese un acto volitivo, pero es que expresiones como esas nos place a
aquellos que queremos cargar con dignidad el momento de la muerte de alguien
querido, y el respeto a veces nos hace mentir y adjudicar deseos de partida a
aquellos que, como José, se acuesta pensando en las páginas 31 y 32 que
escribiría al día siguiente y nos dice con toda su voluntad, Me quedo cuanto
pueda, joder. Entonces, por respeto a la verdad y abandonando pretensiones que
calmen nuestra angustia de sabernos no poseedores de nada, nos vemos obligados
a decir simplemente que ahí estaba, pensando en aquellas dos páginas y quizá en
los cientos que había escrito antes, sin saber que 31 ó 32, podían ser los
minutos que le quedaban para continuar pensando.
La puerta se abrió, leve para no
molestar un posible sueño, para no hacer sonar las campanitas sobre la puerta,
un respeto por el silencio que es casa tanto del pensamiento como de su
ausencia. É você, preguntó con voz difícil y tenue, esperando la dulzura de un
acento español que lo ha acompañado por muchos años. Sus ojos no se abrieron al
preguntar, preferían recibir la respuesta antes que ir con la mirada a su paso.
Del otro lado hubo silencio. Y ese silencio se desplazó despacio por la habitación,
rodeando la cama de José, acercándose a su cabecera, con la mirada fija sobre
su frente arrugada y hermosa. Debajo de las telas anchas que cubrieran su
brazo, unos dedos blancos, finos, óseos, abrieron con cuidado el cajón de la
mesa de luz y contemplaron el sobre violeta que permanecía cerrado sobre
algunos estuches de lentes, llaves que ya no abren ninguna cerradura y
lapiceros que el tiempo fuera recolectando y que, más que tinta, cargarían la
suposición de permanencia de algún recuerdo que ya se había esfumado. Se sonrió
al reencontrarse con aquel sobre cerrado, sobre que ella misma cerrara dos
semanas atrás, cuando se lo envió, conteniendo la carta que más dificultad le
dio escribir, aquella que le hiciera temblar el pulso a la que pulso jamás ha tenido,
si lo que dicen todos los discursos metafísicos es cierto, y la muerte goza de
su misma condición. Sonrió, decía, porque supo de la complicidad. Era necesario
para él, como mensaje, tan solo el color del sobre, para saber de lo que se
trataba. Y ahí ella comprendió que no hubiese sido necesario escribir aquella
carta, que hay cosas que se transmiten por otros medios y que también son
mensaje, quizás hasta más puros, sin ese ruido que cargan las palabras, aun
cuando son escritas. Pero entonces todo cambia. Y aquello que adjudicamos como
reclamo o espera de un acento particular, porque al ponernos en su lugar
cometimos el gravísimo error de pretender colonizar sus sentimientos, aquella
pregunta que en este caso no respondía a ninguna ontología, É você, podía
entonces estar dirigida, no a aquella, sino a esta otra, que se sonríe con pena
al lado de su lecho y que cierra nuevamente el cajón porque la visión de aquel
sobre y la suposición o certeza de su contenido, se le hacen difíciles de
tolerar. Parece incluso cómico, una muerte que se acongoja por su propio
accionar. Parece cómico, pero por alguna razón no lo es tanto, porque algo de
ternura y pena nos transmite a nosotros, que necesitamos de la frialdad, del
cálculo despiadado, de la mano firme y terrible de aquella que nos arrebata a
tantos y que se presta así como blanco de nuestro odio, para hacer la cosa,
creemos, más tolerable, para introducir a la justicia o la injusticia como
causas de algo que no es ni lo uno ni lo otro. Y entonces vemos a esta, muerte
que reivindica la minúscula en su nombre, que se presenta con respeto y
guardando las formas, que se nos cuela casi humana por el rabillo del ojo, y lo
cómico o irónico deja de serlo casi de sopetón.
É você verdade, repitió él agregando
una certeza en la pregunta, cosa rara de los permitires de la gramática, Soy
yo, respondió ella, adecuando su lengua no al interlocutor, sino a la región en
la que se encuentran ambos, aún. Él dudó frente al acento español, y necesitó
abrir los ojos para comprobar que estaba frente a quien creía estar, Por quê
demorou mais um dia, te esperava ontem, Ayer no pude venir, dijo ella desviando
la mirada hacia los pies de la cama y luego más allá al rincón, Tenía otros
asuntos que atender y se me atrasó todo, Isso é merda, le respondió José entre
la tos y las arrugas. Al taparse la boca con la mano, como suele hacer la gente
respetuosa ya no sabemos si por eso o por costumbre y automatismo, se podía
notar el parecido entre ambas manos, la de él y la de ella, que ahora apoyaba
sobre la rodilla de este para que no se levantara demasiado entre los
estertores de la tos. Podía decirse incluso que lo que en ella era tela, en él
era piel, y hasta ahí llegaban las diferencias de lo que cualquier observador
podría apreciar. Leve-me agora, então, No es tan sencillo, Llévame ahora,
insistió él en español, que claro que lo dominaba y desde hacía tiempo,
pretendiendo resolver con coincidencia de lenguas algo que era disidencia de
opiniones, o mejor y más exactamente, de deseos y posibilidades. Te estás
devolviendo a la tortura, preguntó la guadaña que aún no había sido introducida
en este relato pero sí lo había sido, de modo mucho más prudente, en la
habitación. La muerte miró a aquella luna naciente de refulgente metal y no fue
necesario decirle nada para que guardara silencio y acusara su equivocación.
Lo que no dice esta muerte, y que
nos explicaría un poco más su titubeo, su reticencia a otorgar explicaciones a
aquel que no las pide pero demanda su acción, es que hace dos semanas y un día,
algo diferente, en su rutina laboral, se instaló. No podemos decir que no
existieran antecedentes de lo ocurrido, ya tiempo atrás un comportamiento
similar y anómalo aconteció en la tarea rutinaria del modo escogido por ella
misma y nadie más de anunciar su próxima arribada a aquellos que, como decíamos
allí arriba, el azar les ha acumulado alguna rama y se la ha venido a colocar
en la rueda para hacerlo caer más allá del piso y de modo definitivo. Por
tanto, se encontraba ella sentada frente al escritorio de su pequeña oficina.
La guadaña afilaba su hoja con cuidado como quien se afeita el rostro luego de
varios días de licencia, y la muerte firmaba cientos de cartas que dispensaba
con su gesto particularísimo de agitar el sobre en la mano, hasta que desaparecía
y era entregado del modo más eficaz e irrevocable a su destinatario,
anunciándole que a las dos semanas abandonaría el mundo de los vivos. En su
lista de destinatarios, un nombre nuevo apareció al pie de su lista, casi
pidiendo permiso, casi como el sol que renace en la mañana con sigilo y ganando
poco a poco la fuerza de sus colores y luz, así la tinta se iba oscureciendo y
permitiendo leer claramente el nombre se José Saramago, entre dos líneas de
renglón que parecían flaquear en el sostén de aquella caligrafía. Decir que la
muerte palideció sería irónico, al menos digamos que su sorpresa es comparable
a ello. Aquel nombre no era cualquier nombre, no para ella, nuevamente se
despertó, en apariencia aplacada, la ira que le producía la obligatoriedad de
su oficio. Resignada, firmó finalmente aquella carta, levantó en el aire el
sobre, que en su caso y por cortesía iba lacrado, hay formas que no deberían
haberse perdido, e hizo desaparecer el sobre en el aire. Miró hacia un costado,
apoyó ambas manos en la mesa para ganar impulso al levantarse y cuando volvió
la vista al escritorio con las rodillas un poco menos flexionadas pero a medio
camino de no estarlo en lo absoluto, notó que un sobre violeta, idéntico a los
que ella cerraba todos los días, yacía como si fuese solo presencia ahí.
Levantó la vista al cielo, nadie entendería exactamente por qué, quizás ni
siquiera ella, tomó el sobre entre sus manos y con aquel gesto que parece de
desdén lo hizo desaparecer. Se dirigió a su cama para descansar los
pensamientos, puesto que como muerte que era, no dormía jamás y al destapar las
sábanas volvió a encontrar el sobre. Lo primero que se presentó en ella fue una
sonrisa terriblemente blanca, donde se sintetizaba su recuerdo de la última vez
que eso ocurrió y de cómo consiguió así incluirse en la carne de otro hombre y
besar con su carne aquella otra, de un músico que nada tenía al parecer de
especial, pero que su existencia, en el mundo de la lógica oscura que es el que
habita la muerte, parecía tener mucho más de extraordinario que cualquier otra.
Sin embargo, sabía de José, y entonces supuso que las razones eran otras y que
debía apurarse a comprenderlas. Levantó nuevamente el sobre y en el momento de
insistir con su gesto notó que este, a diferencia de aquel, no estaba lacrado.
Se sentó en la cama, y sin dejar tiempo siquiera a la duda, abrió el sobre para
comprobar quién podría ser quien rechazara su mandato. La carta, sin embargo,
no tenía su caligrafía, el estilo muerto de su escritura, y aunque era otro, no
por eso era menos muerto que el de ella. La carta le estaba destinada a quien
ahora la leía, y quien firmara, aunque mantuviera una correspondencia letra a
letra con la suya, el trazo era otro y de otra muerte por tanto se trataba, una
que le decía que el cese de su labor llegaría exactamente en dos semanas, con
la última acción laboral que su contrato le exigía, es decir, llevarse al
último destinatario de sus avisos. Entonces comprendió, o creyó comprender que
a lo sumo es lo mismo hasta que nos topamos con argumentos válidos en contra,
que de la muerte de aquel que hiciera esa aparición tan sigilosa en su lista,
se desprendía por necesidad lógica su propia muerte. Y aquí sus pensamientos se
detienen de golpe, y se reanudan en la interrogación, Cómo es posible que yo
muera, siendo que ni pulso ni latidos tuve nunca, menos entonces hálito o
cualquier cosa parecida. La carta, qué dice exactamente la carta, dónde está
ese pasaje, Se deja por la presente, constancia del cese de su ejercicio y por
tanto su funcionalidad quedará nula irrevocablemente, de aquí a dos semanas y
con el último acto de su ejercicio que tendrá, por primera vez en su historia,
lo sabemos y lamentamos mucho, a dos destinatarios. La carta continúa, pero el
resto no son más que palabras que ella sabe de memoria y que pretenden simular
un respeto por aquel acreedor de tan terrible misiva. Le sorprende sin embargo
que se usen términos que imitan empatía siendo que la muerte que ha escrito
aquella carta sabe que esta comparte su misma condición y por tanto no serían
necesarios esos modos. Pero pasemos por alto estos cotilleos mentales y
continuemos con lo importante, es decir, el trabajo o la acción, lo funcional
de su existencia, el sostén de sus pelados huesos.
Ahora entendemos, o creemos
entender, por qué esta muerte titubea, por qué ha dado un día extra y cómo ese
porqué puede, si hacemos esfuerzo de malicia, responder a algo más profundo y
egoísta que al simple hecho misericordioso de darle al otro, al novelista, unas
horas más de respiración y producción. Me leva por favor, dice ahogado en su
propia respiración José, Ya no tiene sentido quedarme a decir nada, ni en la
eternidad podría decirlo todo y además tampoco esa ha sido mi pretensión. La
muerte lo observa y observa sus propias manos, Con una condición, miente ella y
nosotros lo sabemos, Cuál, Que nos vayamos juntos. La guadaña abrió grandes los
ojos, puesto que párpados no tenía, y quiso interrumpir, pero se detuvo antes
de que una mano huesuda detuviera sus palabras en el aire. Então,
dijo él, Então,
respondió ella y colocó dos dedos sobre los párpados de aquel y los cerró al
mismo tiempo que a su alrededor todo se ponía oscuro. En la última exhalación
que escapara de su nariz, aquel viento fue a encontrarse con ese otro que viniera
atravesando las fronteras de una balsa de piedra, desde Azinhaga hasta
Lanzarote y con redoblada y última fuerza, juntos, doblaron las campanas
pequeñas que colgaban del marco superior de la puerta del cuarto y que ahora
anunciaban algo distinto u opuesto a una llegada.
A la memoria de José Saramago. Si me apuran, diría con
egoísmo que preferiría que no estuviera descansando.