Pasaron varios meses del principio de este emprendimiento; se acerca fin de año con su cansancio y su costumbre de acabar lo que se daba, y dejar vacío lo que hasta ese entonces estaba ocupado, y a una se le da por pensar –las circunstancias la llevan de las narices, no es que una ande desesperada por seguir moviendo la sesera. Yo por ejemplo, preferiría no pensar nada, y tirarme redondamente a pachorrear en Cabo Polonio con la luna omnipresente, los amigos que nunca falten, las risas, el canto a sol y sombra, velitas para donde uno mire (más por onda que por necesidad), y esta canción Vaga que comparto con ustedes (den play) porque es mi paraíso personal, de emoción diáfana. ¡Eso es vida!–.
Me gusta mucho pensar, me apasiona diría, pero entrando y saliendo. Me gusta mucho escribir, me apasiona diría, pero entrando y saliendo. Me gusta mucho leer. Charlar. Cantar. Pero entrando y saliendo. Escribir es lo que más me gusta. Escribir literatura. Pero también, entrando y saliendo. Por momentos. De a ratos. No siempre. Lindo, flojo, simple. No soporto la trascendencia, me pesa como un muerto.
Es por eso que escribo sin darle largas al asunto. Escribo cada tanto. Escribo sin pensar demasiado. Escribo para crear. Escribo para mover mi avispero. Escribo cuando pinta. Escribo y paso a otra cosa. Escribo sin demasiada red, porque no quiero sentir a la escritura como un riesgo de muerte. Escribo quitándole siempre trascendencia a lo que digo, al hecho de decirlo, escribo haciendo de cuenta que se lo lleva el viento. Necesito esa liviandad para andar el mundo. Si no, no puedo. Me quedo inmóvil. Me paralizo. Me falta el oxígeno. No quiero, no quiero, no quiero.
Una vez, hace un tiempo, me di cuenta de algo que sorprendió a mi razón, por la evidencia de su sinrazón: la extraña convicción de que escribo desde siempre, como verbo intransitivo, escribo; cuando en verdad, ante la pregunta “ah, ¿y vos qué escribís?”, quedo en blanco. Es que para mí la escritura es como hablar, es más fácil que hablar, es como…, no sé, como yo misma. No está separada de mí. No sé cómo explicarlo. No pienso que sin escribir me muero.
Quiero decir que la escritura está ahí, hasta cuando no la ejercito; no pienso mucho en ella. La necesito liviana para que me aporte alas y no pies de plomo. O por lo menos que no estorbe.
Una vez recibí un comentario en este blog del que interpreté algo así como que tendría que haber pensado o trabajado un poco más antes de publicar el artículo del que se trataba, porque escribir no es lo mismo que hablar, y la escritura debe parirse cuando todo lleva a eso. Recuerdo mi primer sentimiento –pelota en el estómago–: “ay, ¡¿qué hice, qué escribí?! ¡Me quiero matar!”. Minutos después, un compañero de Letras, por chat, me rezongaba por el mismo artículo. El artículo había sido escrito de un tirón, el día antes de publicarse, con las ideas que venían danzando en mi cabeza los días previos, y se concretó sobre la marcha, es decir, sobre la escritura, es decir, en el correr de una tarde. Tenía la necesidad de agarrar de una puntita por lo menos esas ideas locas, para que no se fueran flotando por ahí. ¿No les pasa, a veces, de sentir una nube de pensamientos en ebullición en sus cabezas, y que algo está a punto de articularse, –sienten su presencia ahí, en estado gaseoso–, pero para eso tienen que agarrar las partes casi de los pelos, no importa mucho cómo, y así al boleo, cambiarlas de estado? Claro, me dirán "¿por qué nos tenemos que fumar nosotros tus ideas en fuga?" Y no, no tienen por qué. Y eso también es liviano. Tengo la ilusión de que me pueden perdonar los decires mal logrados, confusos, los traspiés, sabiendo que otras veces soy adorable.
Hoy venía para el trabajo pensando que la escritura para mí es un acto espontáneo, de puro presente, tan diferente a como se la suele sentir. La escritura en este blog no es para mí tan distinta a pensar en voz alta, con la presencia de otros que me pueden decir: “no entiendo lo que decís” y yo que puedo contestar “quise decir esto”, y otro que me puede aportar “no estoy de acuerdo en ese ‘esto’” y yo que pueda decir “creo que tenés razón”, o todo lo contrario, o ni una cosa ni la otra, o “¿pero y si lo pensamos así, no podría ser?”. ¿Nunca se les dio por pensar que si el texto X que arrancaron a escribir a las tres de la tarde, lo hubieran arrancando a las diez de la mañana, o el día anterior, o el siguiente, sería otro texto? En mi caso cuando empiezo un texto nunca sé bien qué va a decir, por dónde va a rumbear. Tengo ideas vagas, y es la primera frase la que conduce al resto. Por supuesto que mis pensamientos no son tan ciclotímicos, pero se articulan como quieren y en la articulación, cambian, y me hacen dudar de lo que primero decía. Creo que tiene que ver con esta liviandad que necesito. No puedo pensar la escritura como algo definitivo, porque no tengo seguridad sobre lo que pienso en ningún terreno. Nunca estoy segura de lo que digo, de lo que pienso, de lo que percibo, de lo que siento. Sólo puedo dejar huella de un momento, el momento en el que escribo/hablo, pero mi escritura sigue, como mi habla, y cambia. Y tengo que dejarla ser. Así, liviana.
Por eso me es tantas veces incómodo escribir desde la teoría, desde cualquier campo del saber. Por eso me ven oscilante en mis artículos, probando cómo sentirme cómoda insertándome en un saber que trasciende, tratando de hacer de cuenta que no, que no trasciende. Que todo saber está agujereado, que vale dudar, hasta cuando uno se muestra muy categórico. Vale mostrarse categórico, porque tras cartón uno puede mostrarse categóricamente contrario a lo que primero aseguró. Y así vamos, de entrevisión en entrevisión.
Por eso amo la literatura. Por eso odio que se la sacralice. Odio el pedestal en el que se pone a escritores y textos. Escribir literatura es liviano, es lindo, no importa, no sirve para nada (por suerte no sirve para nada en este mundo tan patas para arriba) no hay verdad colectiva por sostener, o destruir, o cuestionar No hay quien me diga que tendría que haber pensado más antes de escribir. Yo escribo dejando salir de mis dedos las palabras, autoconvenciéndome de su levedad, con miedo de su permanencia, creyendo que no importan, que mis palabras no me atan, no son yo, son mis palabras voladoras, poca cosa, que es mucho: “qué lindo que es estar en la tierra después de haber vivido el infierno; qué lindo que es poder amarte y mirarte otra vez, después de estar tan enfermo, qué lindo corazón que estás acá y acá latiendo, y me desenredes los ojos. Y si por ahí el miedo me viene a buscar de nuevo, voy a recordar lo que cantamos una vez mirando el cielo: cantale a la luna y al sol, cantale a la estrella que te acompañó, cantale a tus amigos con el corazón… Yo no sé por qué a veces me pierdo, los ojos se me dan vuelta y me muero por dentro, y me encierro otra vez y no puedo salir. No puedo ver lo lindo de cada momento. Es que a veces no me le animo al niño que llevo dentro. A veces pienso que están mal algunas cosas que siento. Pero más allá de eso echa pa fuera y bye bye go. No tengo tiempo ahora de eso. Estoy en otra canción. Se acabó.”
Hola Cecilia, ya te lo dije en otro lado pero lo repito aquí, me encantó esta carta. Creo que conjuga muy bien una cierta "levedad", fresca y espontánea, con un contenido "pesado", que no se pierde tan fácilmente y deja pensando a quien lo lee. Es lindo leer a un escritor que se anima a exponer los mecanismos internos de su escritura, el por qué escribe, cómo, qué sentido tiene esa escritura…y sobre todo exponerlo a medida que lo va descubriendo, sin teorizar demasiado para no caer en verdades absolutas, que por absolutas, siempre son ciegas.
ResponderEliminarY así, como jugando, escribiendo y pudiendo perder lo que se escribe, queda la puerta abierta para que otros puedan leerse y encontrarse en esas palabras.
Ese entrar y salir de la levedad y el peso, pasar de la tragedia a la comedia, también vale en la vida. Muy buena carta!
Un beso grande,
María Noel