Una breve intermitencia

Imagen tomada de: http://www.contioutra.com/
Siempre nos preguntamos qué dirán nuestros lectores, qué escribirán. Por eso celebramos el ida y vuelta de los comentarios y de los mensajes, que tanto nos aporta para seguir elaborando, seguir siendo. Hoy compartimos este texto escrito por Javier Montiel a propósito del día de la muerte de José Saramago, que nos pareció muy oportuno. Javier es un entusiasta lector que nos acompaña desde que comenzó el blog.


           El 18 de junio de 2010, murieron todos los otros, aquellos que se suponía que murieran porque, a pesar de que hicimos todo lo posible, señor, o fue todo muy rápido y ni siquiera vio venir el vehículo, o ya estaba muy viejita y ahora está descansando, así, sin los dolores del reúma que era lo que ella quería y deberíamos estar contentos, por ella, porque pasó a mejor vida, murieron, como decía, todos esos, menos quien se suponía que debía morir. Pero qué deuda o deber es este que marca por acumulación de azares o en el caso de algunos, los que pueden estar ahora a lo largo del mundo, ya sea de un árbol o del techo, pendulando de una cuerda, por decisión propia, aunque en ellos también algunos azares han arrastrado como las aguas de un río, muchas rocas y ramas a su paso, dificultando el discurrir natural de la corriente. Y debemos contentarnos con eso, acaso. No, señor. Porque se dice que las deudas se pagan aquí, lo decimos aquellos que no creemos en un allá y el aquí pierde por tanto un poco de fuerza. Pero entonces, cómo puede ser que las deudas generadas por esos azares se paguen con la acción de ausentarse definitivamente, sustraerse del mundo y de uno mismo, dejando apenas unos colores pálidos y los últimos sonidos estomacales, porque eso sí, el ácido no entiende de muerte, ni siquiera cuando la habita.
            El 18 de junio, en domicilio que era suyo, pero fíjese usted, en un país que no le pertenecía pero que lo había adoptado por amor, como un novio por fin simpático que se consiguiera la niña, con 87 años y medio, que es importante decirlo, porque en definitiva, preguntémosle a los muertos si seis o siete meses en su vida no fueron importantes, y nos dirá que si se sabe, cada minuto haría la diferencia al hacernos temblar. Ahí en la cama estaba José. Había escrito dos páginas ese día que ya eran la 29 y la 30, y masticaba despacio ideas para su continuación. Pero allá, en Azinhaga, ombligo de Portugal, un viento fino y apretado se coló por una rendija y apagó la llama de una vela que brillara desde un tiempo que ninguno ya recuerda, porque casi nadie guarda espacios de memoria para objetos que solo tienen valor de uso, quizás por eso uno se cree que pueden estar encendidas toda una vida y que aquella llama, por cada instante de existencia es eterna. El viento giró luego en semicírcula curva y por la misma rendija que no impidiera su entrada, como pidiéndole perdón a un portero y haciendo mea culpa, escapó, y dirigió su marcha hacia Lanzarote, buscando complicidad a su paso, pues sabía que necesitaría ayuda para tan ambicioso fin. Ajeno a todo esto estaba José, que hacía entrar y salir de sí otros vientos, que luchaba con sus propias piedras y ramas para que ese viento fuera vaivén y río y, ya cansado, decidía poner fin a la corriente. Uno, así al pasar, dice Decidía, como si fuese un acto volitivo, pero es que expresiones como esas nos place a aquellos que queremos cargar con dignidad el momento de la muerte de alguien querido, y el respeto a veces nos hace mentir y adjudicar deseos de partida a aquellos que, como José, se acuesta pensando en las páginas 31 y 32 que escribiría al día siguiente y nos dice con toda su voluntad, Me quedo cuanto pueda, joder. Entonces, por respeto a la verdad y abandonando pretensiones que calmen nuestra angustia de sabernos no poseedores de nada, nos vemos obligados a decir simplemente que ahí estaba, pensando en aquellas dos páginas y quizá en los cientos que había escrito antes, sin saber que 31 ó 32, podían ser los minutos que le quedaban para continuar pensando.
            La puerta se abrió, leve para no molestar un posible sueño, para no hacer sonar las campanitas sobre la puerta, un respeto por el silencio que es casa tanto del pensamiento como de su ausencia. É você, preguntó con voz difícil y tenue, esperando la dulzura de un acento español que lo ha acompañado por muchos años. Sus ojos no se abrieron al preguntar, preferían recibir la respuesta antes que ir con la mirada a su paso. Del otro lado hubo silencio. Y ese silencio se desplazó despacio por la habitación, rodeando la cama de José, acercándose a su cabecera, con la mirada fija sobre su frente arrugada y hermosa. Debajo de las telas anchas que cubrieran su brazo, unos dedos blancos, finos, óseos, abrieron con cuidado el cajón de la mesa de luz y contemplaron el sobre violeta que permanecía cerrado sobre algunos estuches de lentes, llaves que ya no abren ninguna cerradura y lapiceros que el tiempo fuera recolectando y que, más que tinta, cargarían la suposición de permanencia de algún recuerdo que ya se había esfumado. Se sonrió al reencontrarse con aquel sobre cerrado, sobre que ella misma cerrara dos semanas atrás, cuando se lo envió, conteniendo la carta que más dificultad le dio escribir, aquella que le hiciera temblar el pulso a la que pulso jamás ha tenido, si lo que dicen todos los discursos metafísicos es cierto, y la muerte goza de su misma condición. Sonrió, decía, porque supo de la complicidad. Era necesario para él, como mensaje, tan solo el color del sobre, para saber de lo que se trataba. Y ahí ella comprendió que no hubiese sido necesario escribir aquella carta, que hay cosas que se transmiten por otros medios y que también son mensaje, quizás hasta más puros, sin ese ruido que cargan las palabras, aun cuando son escritas. Pero entonces todo cambia. Y aquello que adjudicamos como reclamo o espera de un acento particular, porque al ponernos en su lugar cometimos el gravísimo error de pretender colonizar sus sentimientos, aquella pregunta que en este caso no respondía a ninguna ontología, É você, podía entonces estar dirigida, no a aquella, sino a esta otra, que se sonríe con pena al lado de su lecho y que cierra nuevamente el cajón porque la visión de aquel sobre y la suposición o certeza de su contenido, se le hacen difíciles de tolerar. Parece incluso cómico, una muerte que se acongoja por su propio accionar. Parece cómico, pero por alguna razón no lo es tanto, porque algo de ternura y pena nos transmite a nosotros, que necesitamos de la frialdad, del cálculo despiadado, de la mano firme y terrible de aquella que nos arrebata a tantos y que se presta así como blanco de nuestro odio, para hacer la cosa, creemos, más tolerable, para introducir a la justicia o la injusticia como causas de algo que no es ni lo uno ni lo otro. Y entonces vemos a esta, muerte que reivindica la minúscula en su nombre, que se presenta con respeto y guardando las formas, que se nos cuela casi humana por el rabillo del ojo, y lo cómico o irónico deja de serlo casi de sopetón.
            É você verdade, repitió él agregando una certeza en la pregunta, cosa rara de los permitires de la gramática, Soy yo, respondió ella, adecuando su lengua no al interlocutor, sino a la región en la que se encuentran ambos, aún. Él dudó frente al acento español, y necesitó abrir los ojos para comprobar que estaba frente a quien creía estar, Por quê demorou mais um dia, te esperava ontem, Ayer no pude venir, dijo ella desviando la mirada hacia los pies de la cama y luego más allá al rincón, Tenía otros asuntos que atender y se me atrasó todo, Isso é merda, le respondió José entre la tos y las arrugas. Al taparse la boca con la mano, como suele hacer la gente respetuosa ya no sabemos si por eso o por costumbre y automatismo, se podía notar el parecido entre ambas manos, la de él y la de ella, que ahora apoyaba sobre la rodilla de este para que no se levantara demasiado entre los estertores de la tos. Podía decirse incluso que lo que en ella era tela, en él era piel, y hasta ahí llegaban las diferencias de lo que cualquier observador podría apreciar. Leve-me agora, então, No es tan sencillo, Llévame ahora, insistió él en español, que claro que lo dominaba y desde hacía tiempo, pretendiendo resolver con coincidencia de lenguas algo que era disidencia de opiniones, o mejor y más exactamente, de deseos y posibilidades. Te estás devolviendo a la tortura, preguntó la guadaña que aún no había sido introducida en este relato pero sí lo había sido, de modo mucho más prudente, en la habitación. La muerte miró a aquella luna naciente de refulgente metal y no fue necesario decirle nada para que guardara silencio y acusara su equivocación.
            Lo que no dice esta muerte, y que nos explicaría un poco más su titubeo, su reticencia a otorgar explicaciones a aquel que no las pide pero demanda su acción, es que hace dos semanas y un día, algo diferente, en su rutina laboral, se instaló. No podemos decir que no existieran antecedentes de lo ocurrido, ya tiempo atrás un comportamiento similar y anómalo aconteció en la tarea rutinaria del modo escogido por ella misma y nadie más de anunciar su próxima arribada a aquellos que, como decíamos allí arriba, el azar les ha acumulado alguna rama y se la ha venido a colocar en la rueda para hacerlo caer más allá del piso y de modo definitivo. Por tanto, se encontraba ella sentada frente al escritorio de su pequeña oficina. La guadaña afilaba su hoja con cuidado como quien se afeita el rostro luego de varios días de licencia, y la muerte firmaba cientos de cartas que dispensaba con su gesto particularísimo de agitar el sobre en la mano, hasta que desaparecía y era entregado del modo más eficaz e irrevocable a su destinatario, anunciándole que a las dos semanas abandonaría el mundo de los vivos. En su lista de destinatarios, un nombre nuevo apareció al pie de su lista, casi pidiendo permiso, casi como el sol que renace en la mañana con sigilo y ganando poco a poco la fuerza de sus colores y luz, así la tinta se iba oscureciendo y permitiendo leer claramente el nombre se José Saramago, entre dos líneas de renglón que parecían flaquear en el sostén de aquella caligrafía. Decir que la muerte palideció sería irónico, al menos digamos que su sorpresa es comparable a ello. Aquel nombre no era cualquier nombre, no para ella, nuevamente se despertó, en apariencia aplacada, la ira que le producía la obligatoriedad de su oficio. Resignada, firmó finalmente aquella carta, levantó en el aire el sobre, que en su caso y por cortesía iba lacrado, hay formas que no deberían haberse perdido, e hizo desaparecer el sobre en el aire. Miró hacia un costado, apoyó ambas manos en la mesa para ganar impulso al levantarse y cuando volvió la vista al escritorio con las rodillas un poco menos flexionadas pero a medio camino de no estarlo en lo absoluto, notó que un sobre violeta, idéntico a los que ella cerraba todos los días, yacía como si fuese solo presencia ahí. Levantó la vista al cielo, nadie entendería exactamente por qué, quizás ni siquiera ella, tomó el sobre entre sus manos y con aquel gesto que parece de desdén lo hizo desaparecer. Se dirigió a su cama para descansar los pensamientos, puesto que como muerte que era, no dormía jamás y al destapar las sábanas volvió a encontrar el sobre. Lo primero que se presentó en ella fue una sonrisa terriblemente blanca, donde se sintetizaba su recuerdo de la última vez que eso ocurrió y de cómo consiguió así incluirse en la carne de otro hombre y besar con su carne aquella otra, de un músico que nada tenía al parecer de especial, pero que su existencia, en el mundo de la lógica oscura que es el que habita la muerte, parecía tener mucho más de extraordinario que cualquier otra. Sin embargo, sabía de José, y entonces supuso que las razones eran otras y que debía apurarse a comprenderlas. Levantó nuevamente el sobre y en el momento de insistir con su gesto notó que este, a diferencia de aquel, no estaba lacrado. Se sentó en la cama, y sin dejar tiempo siquiera a la duda, abrió el sobre para comprobar quién podría ser quien rechazara su mandato. La carta, sin embargo, no tenía su caligrafía, el estilo muerto de su escritura, y aunque era otro, no por eso era menos muerto que el de ella. La carta le estaba destinada a quien ahora la leía, y quien firmara, aunque mantuviera una correspondencia letra a letra con la suya, el trazo era otro y de otra muerte por tanto se trataba, una que le decía que el cese de su labor llegaría exactamente en dos semanas, con la última acción laboral que su contrato le exigía, es decir, llevarse al último destinatario de sus avisos. Entonces comprendió, o creyó comprender que a lo sumo es lo mismo hasta que nos topamos con argumentos válidos en contra, que de la muerte de aquel que hiciera esa aparición tan sigilosa en su lista, se desprendía por necesidad lógica su propia muerte. Y aquí sus pensamientos se detienen de golpe, y se reanudan en la interrogación, Cómo es posible que yo muera, siendo que ni pulso ni latidos tuve nunca, menos entonces hálito o cualquier cosa parecida. La carta, qué dice exactamente la carta, dónde está ese pasaje, Se deja por la presente, constancia del cese de su ejercicio y por tanto su funcionalidad quedará nula irrevocablemente, de aquí a dos semanas y con el último acto de su ejercicio que tendrá, por primera vez en su historia, lo sabemos y lamentamos mucho, a dos destinatarios. La carta continúa, pero el resto no son más que palabras que ella sabe de memoria y que pretenden simular un respeto por aquel acreedor de tan terrible misiva. Le sorprende sin embargo que se usen términos que imitan empatía siendo que la muerte que ha escrito aquella carta sabe que esta comparte su misma condición y por tanto no serían necesarios esos modos. Pero pasemos por alto estos cotilleos mentales y continuemos con lo importante, es decir, el trabajo o la acción, lo funcional de su existencia, el sostén de sus pelados huesos.
            Ahora entendemos, o creemos entender, por qué esta muerte titubea, por qué ha dado un día extra y cómo ese porqué puede, si hacemos esfuerzo de malicia, responder a algo más profundo y egoísta que al simple hecho misericordioso de darle al otro, al novelista, unas horas más de respiración y producción. Me leva por favor, dice ahogado en su propia respiración José, Ya no tiene sentido quedarme a decir nada, ni en la eternidad podría decirlo todo y además tampoco esa ha sido mi pretensión. La muerte lo observa y observa sus propias manos, Con una condición, miente ella y nosotros lo sabemos, Cuál, Que nos vayamos juntos. La guadaña abrió grandes los ojos, puesto que párpados no tenía, y quiso interrumpir, pero se detuvo antes de que una mano huesuda detuviera sus palabras en el aire. Então, dijo él, Então, respondió ella y colocó dos dedos sobre los párpados de aquel y los cerró al mismo tiempo que a su alrededor todo se ponía oscuro. En la última exhalación que escapara de su nariz, aquel viento fue a encontrarse con ese otro que viniera atravesando las fronteras de una balsa de piedra, desde Azinhaga hasta Lanzarote y con redoblada y última fuerza, juntos, doblaron las campanas pequeñas que colgaban del marco superior de la puerta del cuarto y que ahora anunciaban algo distinto u opuesto a una llegada.


A la memoria de José Saramago. Si me apuran, diría con egoísmo que preferiría que no estuviera descansando.

Entrevista a Saramago: Pessoa, los heterónimos y especialmente Ricardo Reis

Fragmento de la entrevista realizada por Silvia Lemus para nexos el 1ro. de enero de 1998

Fernando Pessoa escondió o multiplicó sus personalidades a través de sus heterónimos, como Ricardo Reis, Álvaro de Campos, etcétera. ¿A qué se debe, o por qué escogió usted a Ricardo Reis para darle vida y muerte propias?

Esa es una larga historia. Cuando aún no tenía veinte años, leyendo —la revista Antena, dirigida por Fernando Pessoa,— me encontré con unos cuantos poemas firmados por Ricardo Reis. Como entonces yo era ignorante de esas cosas y de muchas más, creí que existía realmente un poeta llamado Ricardo Reis. Y durante unos cuantos meses seguí creyendo eso. Hasta que un día alguien, ¿o lo leí?, ya no puedo recordar, me dijo que Ricardo Reis no era más que un heterónimo de Fernando Pessoa. Desde esos días hasta la fecha, he vivido con una relación un poco de conflicto con el personaje, y sobre todo con la personalidad de Ricardo Reis. Ese que Fernando Pessoa inventó, claro. Por un lado me fascinaba la poesía firmada por Ricardo Reis, las “Ora marítima”, donde se halla esa especie de sabiduría un poco escéptica, ese neoclasicismo tanto en la forma como en el contenido. Pero por otro lado me indignaba la postura cívica, por decirlo así, ni siquiera política, de Ricardo Reis cuando decía: “Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo”. Yo he tenido desde muy joven un compromiso cívico, un compromiso político muy claro, así que me indignaba ese señor. Al mismo tiempo que admiraba toda esa perfección formal y conceptual, me indignaba que ese señor fuera eso, que anduviera por allí diciendo: “Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo”. Por coincidencia. Fernando Pessoa murió en noviembre del 35. Ricardo Reis, —según la biografía que Fernando Pessoa escribió para su heterónimo—, vivía entonces en Río de Janeiro y era médico. Mi ficción ha sido ésta: Ricardo Reis volverá de Río de Janeiro a Lisboa después de la muerte de su creador, Fernando Pessoa. Y como él siempre está diciendo “Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo”, bueno, entonces yo le voy a enseñar el espectáculo del mundo. Porque el año siguiente es el 36. ¿Y el 36 qué es? El 36 es cantidad de cosas que se están preparando para el inicio de lo que ocurrirá tres años después. Es la ocupación de la Renania por las tropas nazis. Es el frente popular en Francia. Es la Guerra Civil en España. Es la guerra de Italia contra Etiopía. Es el huevo de la serpiente que se está incubando, y abrirá tres años más tarde.
Al mismo tiempo que intenta ser una obra literaria. El año de la muerte de Ricardo Reis es un poco como un ajuste de cuentas entre yo, el autor, y Ricardo Reis. ¿Usted se cree que la sabiduría es estar sentado mirando lo que pasa? Pues entonces aquí tiene lo que pasa y dígame si le gusta. Lo que hay al final es el desencuentro entre Ricardo Reis y Fernando Pessoa, que vuelve del más allá para encontrarse con Reis.
¿Lo hubiera escrito en vida de Fernando Pessoa?
No, no se podía. No se podía porque la verdad es que aún no teníamos la información completa sobre el fenómeno de la heteronimia. Todo aquello sobre las distintas relaciones entre los diferentes heterónimos: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, todo eso lo hemos aprendido mucho más tarde. Así que todo ese ambiente —que podemos llamar el entorno de su alma— tenía que madurar en nuestra propia conciencia para que pudiera después llegar el autor A, B, C o D —y en este caso este que aquí está— y decir algo que pudiera salir directamente del mundo de su alma y de sus heterónimos.
¿Cuál fue el sentimiento hacia Pessoa cuando se descubrió lo de sus heterónimos?
La verdad es que lo que él ha hecho, si nos damos bien cuenta, no ha sido más que abrir una puerta abierta. Y esto no es disminuirlo, al contrario. Cuando digo que no ha hecho más que abrir una puerta abierta, es para decir que en verdad todos sabemos que no somos uno. Yo no soy uno, aquí dentro hay cantidad de ellos, varios. Lo que pasa es que uno hace todo lo que uno puede para dar hacia afuera una imagen coherente, definida. Y eso a veces se paga muy duro, a veces se paga con la locura, con el suicidio. Es muy complicado buscar una coherencia interior para que uno se presente al mundo como de una sola pieza.
Cuando digo que Pessoa no ha hecho más que abrir una puerta abierta, es que nosotros sabemos que es así: que no somos uno, no somos una singularidad, somos una pluralidad. Por fortuna, en la literatura jamás se había hecho esto de forma tan sistematizada, tan coherente y racionalista como lo hizo Fernando Pessoa. Lo que ahora parece algo común y corriente, ha sido una novedad. Y sobre todo porque Pessoa buscó contrarios en sí mismo. Es decir, no son varios de una misma familia; no, son varios de distintas familias. Ricardo Reis no tiene nada que ver con Alberto Caeiro. Alberto Caeiro es un hombre sencillo al que le gusta la naturaleza y todo eso. Álvaro de Campos es el modernista: le gusta la técnica, el desarrollo científico. Ricardo Reis es un helenista, él hace odas que podrían ser odas sáficas. Esa diversidad que hace que cada uno de ellos tenga su propio pensamiento, su propia teoría estética y su propia práctica —en lo que tiene que ver con la poesía o con la prosa que cada uno de ellos hace—, esa es la gran riqueza. Y la verdad es que estamos llegando al final de este siglo, y si estuviéramos buscando tres escritores que de alguna forma pudieran resumir el siglo XX, Fernando Pessoa sería uno de ellos. Los otros dos serían Kafka y Borges. Kafka, Pessoa y Borges son los tres escritores que definen el siglo.

Ricardo Reis


Prefiero las rosas, amor mío, a la patria,
y antes amo las magnolias
que la gloria y la virtud.

Después de que la vida no me canse, dejo
que la vida pase por mí
luego que yo quede el mismo.

¿Qué le puede importar a aquel a quien ya nada le importa?
que uno pierda y otro venza,
si la aurora aparece siempre,

si cada año con la primavera
las hojas aparecen
y con el otoño cesan?

Y lo demás, y las otras cosas que los humanos
agregan a la vida,
                                                       ¿qué me aumentan en el alma?

                                                       Nada, salvo el deseo de la indiferencia
                                                       Y la suave confianza
                                                       En la hora figurativa.



¡Tan pronto pasa todo lo que pasa!
¡Muere tan joven ante los dioses todo
         lo que muere! ¡Todo es tan poco!
Nada se sabe, todo se imagina.
Rodéate de rosas, ama, bebe
         Y calla. Lo demás es nada.

Lidia, ignoramos. Somos extranjeros
donde quiera que estemos.

Lidia, ignoramos. Somos extranjeros
donde quiera que vivamos. Todo es ajeno
y no habla nuestra lengua.
Construyamos con nosotros mismos el retiro
donde escondernos, tímidos ante el insulto
del tumulto del mundo.
¿Qué quiere el amor más que no ser de los demás?
Como un secreto pronunciado entre misterios,
sea sagrado por nuestro.


Fernando Pessoa, Drama en gente, Antología
Selección, traducción y prólogo Francisco Cervantes.  
Edición Bilingüe


La felicidad, diario de lectura del Libro del desasosiego

Por Mayra Nebril



"Esos son felices porque les es dado el sueño mentido de la estupidez. Pero a los que como yo tienen sueño sin ilusiones #" Fernando Pessoa - Libro del desasosiego

Avanzo en la lectura del Libro del desasosiego entre tropezones, entusiasmos y empalagues. Hay veces que la desolación es un sitio al que le repelo, momentos en que Pessoa queda abandonado en un rincón del consultorio fumando ese cigarro siempre mal armado; pero también llegan los días en los cuales sus páginas me tientan al ofrecerme la lucidez de sus ideas, siempre buscando las entrañas del mundo para comprender sus mecanismos, anhelo acompañarlo pero él me responde reticente No hay sosiego-y, ¡ay de mí!, no hay ni siquiera deseo de tenerlo… (Pág. 52)

A veces su desasosiego me resulta una caricatura casi tan elocuente como la felicidá de Palito Ortega, se vuelve su reverso, es un contrasentido compararlos probablemente, pero después de sumergirme un buen rato en sus hojas me ha llegado al recuerdo aquel joven de traje blanco cantando junto a una orquesta y su coro de tres entusiastas damas, La felicidá ah ah ah ah, de sentir amo or or or or, y aun tratándose probablemente de una defensa -maníaca o melancólica, vaya a saber uno diferenciar en esos cantos-, que esgrimo frente al desasosiego consistente del Libro, dejaré que otra vez sea Pessoa quien responda a la ofensa con la que lo invisto, Ah, pero cómo desearía lanzar al menos en un alma un poco de veneno, de desasosiego, de inquietud. Eso me consolaría en parte de la nulidad de acción en la que vivo. Pervertir sería el fin de mi vida. Pero, ¿vibra algún alma con mis palabras? ¿Se oye a alguien además de mí?- (Pág. 78)

Sí, tarea cumplida, Pessoa. Envenenada, pervertida y en esta ocasión mirando desde cierta distancia tu desasosiego.

¿Cuál es el matiz peculiar de la soledad y la infelicidad -requisito para la producción sesuda, sabia, sensata- en el Libro del desasosiego? Lo interrogo con ironía, claro está, ya que de hecho es este un tópico en la escritura: la desgracia solitaria como motor y fuente de producción, ¿es así? A veces, muchas veces, pero no siempre.

Saramago dice, Los escritores viven de la infelicidad del mundo. En un mundo feliz no sería escritor, pero al leer a Saramago, al menos así me ha sucedido a mí, no se siente el ensimismamiento como única posibilidad, hay otros, hay ideales, hay infelicidad, desasosiego, solidaridad, amor; Felisberto Hernández le escribe-preocupado también por el origen de sus creaciones- a Supervielle, Tal vez no pueda ser más un escritor, pues he encontrado la felicidad, pero tampoco leo en sus textos un encandilamiento con la desolación, allí hay lujuria de ver, oler, sentir, hay personajes y sucesos; Margueritte Duras, quizás un ícono de cierto desasosiego escribe Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva desnuda, como terrible, terrible de superar, en ella se siente especialmente vivo el desasosiego, late, se estremece. Cada uno formula a su manera este asunto tan importante, que es el mismo y es cada vez tan distinto, el sitio en el que se encuentran la soledad, el otro, la infelicidad, el vacío, la escritura.

En Pessoa, tal como lo voy siguiendo, tal como me va inquietando y envenenando, el desasosiego cobra un brillo peculiar, muestra la hilacha de disfrute, tanto es así que a veces me empalaga como una cucharada sopera de dulce de leche repostero, firme, concentrado. La distancia entre el pensar y el sentir es grande, la preocupación por esa distancia es constante también, me gusta cómo lo trabaja, pero ese alejamiento me deja sesudamente parada frente a los asuntos más viscerales.

Vaya aquí una buena cucharada para que lo paladeen un poco…

En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación. (Pág. 19)
Reconozco, no sé si con tristeza, la sequedad humana de mi corazón. Vale más para mí un adjetivo que un lamento real del alma.(Pág. 39)
Vivir una vida desapasionada y culta, al relente de las ideas, leyendo, soñando, y pensando en escribir, una vida suficientemente lenta como para estar siempre al borde del tedio, lo bastante meditada para no encontrarse nunca con él. Vivir esa vida lejos de las emociones y los pensamientos, sólo en el pensamiento de las emociones y en la emoción de los pensamientos. (Pág. 55)
"Esos son felices porque les es dado el sueño mentido de la estupidez. Pero a los que como yo tienen sueño sin ilusiones #
Si me preguntarais si soy feliz, os respondería que no lo soy.
Sólo la infelicidad eleva- y el tedio que desde la infelicidad curtimos es heráldico como el ser descendiente de héroes remotísimos… (Págs. 74/75)
Es noble ser tímido, ilustre no saber actuar, grande no tener maña para vivir. Sólo el Tedio que es un alejamiento, y el Arte que es un desdén, doran de algo semejante a la alegría nuestra #
Lo que creo que produce en mí el sentimiento profundo, en el que vivo, de incongruencia con los otros, es que la mayoría piensa con la sensibilidad, y yo siento con el pensamiento. (Pág. 84)

Para hacer justicia a su escritura, y también a mi lectura, debo resaltar que descubro su genialidad en la marca registrada del tinte desasosegado que se convierte en un adjetivo, -pessoano, pessoense, en fin no sé cómo es que le llaman los expertos-, en ese matiz, tan suyo, en el que hornea el desasosiego, a los otros, la vida; un lugar desde el que pone a brillar la melancolía, la infelicidad y lo comparte- en esos días en que uno está pronto para encontrarlo-con sus lectores.

                                           Continuaré leyendo y escribiendo mis apreciaciones, ¡hasta pronto! 

Pessoa, Soares y el Barón de Teive

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Hicimos una selección de citas del libro La educación del estoico, El único manuscrito del Barón de Teive, - heterónimo de Pessoa que no goza de tanta fama como Ricardo Reis, Alberto Caeiro, o Álvaro Campos, y que nos interesa especialmente por cómo Pessoa lo alinea con el desasosegado Bernardo Soares. 

Escribe Pessoa en el libro Ficciones del interludio:

El ayudante de tenedor de libros Bernardo Soares y el Barón de Teive- son ambos figuras míamente ajenas- escriben con la misma sustancia de estilo, la misma gramática, y el mismo tipo y forma de propiedad: y es que escriben con un estilo que, sea bueno o malo, es el mío. Los comparo porque son casos de un mismo fenómeno, la inadaptación a la realidad de la vida y, lo que es más, la inadaptación por los mismos motivos y razones. Pero así como el portugués es el mismo en el Barón de Teive y en Bernardo Soares, el estilo difiere en que el del hidalgo es intelectual, está despojado de imágenes, es un poco, ¿cómo diría?, áspero y limitado, y el del burgués es fluido, participa de la música y la pintura, es poco arquitectónico. El hidalgo piensa claro, escribe claro, y domina sus emociones, aunque no sus sentimientos; el tenedor de libros no domina ni emociones ni sentimientos, y cuando piensa lo hace en segundo término.

La educación del estoico es un libro en el que se descubre a un Barón de Teive que escribe frases que encierran una lucidez cortante, frases que sobreviven la vorágine del día entero y aún en la noche palpitan con vigor.


Tengo todas las condiciones para ser feliz, salvo la felicidad. Las condiciones están desligadas unas de otras. Pág 20

Al final, mi falta de impulso ha sido siempre el origen de todos estos males: el no saber querer antes de pensar, el no saber entregarme, el no saber decidir del único modo en que se decide- con la decisión, y no con el conocimiento-Pág 27

El escrúpulo es la muerte de la acción. Pensar en la sensibilidad ajena es estar seguro de no actuar. No hay acción, por pequeña que sea- y cuanto más importante, más cierto es esto-, que no hiera a otra alma, que no ofenda a nadie, que no contenga elementos de lo que, si tenemos corazón, no nos tengamos que arrepentir. Pág 32

No me quejo de los que me rodean o me rodearon. Nunca nadie me ha tratado mal de ningún modo, en ningún sentido. Todos me han tratado bien, pero con distancia. Luego comprendí que la distancia estaba en mí. Por eso puedo decir, sin ilusión, que siempre fui respetado. Amado, o querido, nunca lo fui. Hoy reconozco que no podría serlo. Tenía buenas cualidades, tenía emociones fuertes, tenía#, pero no tenía lo que se llama amor. Pág 34

Pero la deficiencia nunca estuvo en mi inteligencia, que siempre ha sido capaz de grandes síntesis y de poderosas sistematizaciones. Mi mal estaba en la tibieza de mi voluntad ante el esfuerzo pavoroso que implicaban esas enterezas. Tal vez, con este criterio, ninguna obra se habría escrito nunca en el mundo. Lo reconozco; reconozco que, si todas las grandes mentes tuvieran la grandeza escrupulosa de querer escribir sólo algo perfecto o, sin sostener ya una tesis imposible, algo enteramente conforme con el total de su individualidad, habrían renunciado como yo renuncio. Sólo participa de la vida real del mundo quien tiene más voluntad que inteligencia, o más impulsividad que razón. Pág 40/41


He alcanzado, creo, la plenitud en el empleo de la razón. Y por eso voy a matarme. Pág 46

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