En esa manía de leer al menos dos o tres párrafos antes de entregarme al extraño mundo del sueño me acompañan -en este tiempo- Virginia Woolf y Milan Kundera. Para ser sincera, lo novedoso de “este tiempo”, es la alternancia entre V. Woolf y M. Kundera. Virginia Woolf siempre está en mi mesa de luz, no así Kundera.
Las olas, para las noches en que el arrullo del mar se vuelve la condición para entregarme al sueño. Si llueve y hay tormenta, ¡no hay placer mayor!
Un encuentro, para cuando el sueño ya se ha instalado en mis ojos, pero necesito aún un último destello de inteligencia que restaure mi pasión por la cultura. Con elegancia y elocuencia Kundera escribe sobre sus grandes pasiones. La pintura, la literatura, la música se recortan a través de los autores que escoge. Se asiste mediante una lectura ágil pero consistente, a la manera peculiar que este escritor tiene de estar en relación con otros autores, muchas veces sus contemporáneos. Siguiéndolo en su lectura, experimento cierto alivio.
Ah! Me olvidaba…algunas otras noches me dejo llevar al salón por Jane Austen. Escudriño entre los cortinados, los brocatos y el frufrú de los vestidos, el ingenio de esas mujeres para poder sentir, expresar y decir sin quebrar una sola regla del protocolo. ¡Qué arte!
Para mí leer Jane Austen, las hermanas Brontë o Virginia Woolf funciona como la preciosa cachila de la película Medianoche en París de Woody Allen, es un transportador...
Si uds. supieran qué intensas y geniales se tornan las reuniones de los jueves en Bloomsbury!...algún día les contaré.
Soy una tipa bastante despelotada en uno o dos mil aspectos. Uno es mi mesa de luz. Sin llegar a la exageración del apartamentucho de Oliveira y la Maga -una gran mesa de luz todo él- atiborrado de libros y vinilos, mi mesa de luz también es metáfora y metonimia.
Mis libros se aburren desordenados en cualquier lugar, sin que yo sepa cómo fueron a parar ahí, ni cuándo. Y menos que menos, por qué. Porque sí. ¿Por qué no?
Lo cierto es que mi lectura despatarrada sobre el lecho es ciclotímica. Por momentos exageradamente devoradora -los menos-, por momentos exageradamente inexistente; y el resto del tiempo alguna zona intermedia del espectro. Ventajas y desventajas de la vida real, qué se le va a hacer. De la mía, claro.
Antes abría un libro para leerlo todo y llegado el fin depositarlo en la zona de los libros pasados. No tomaba otro libro en el mientras, pues el libro me tenía tomada a mí. Hace un tiempo mi lectura se ha vuelto un poco promiscua: abro y cierro libros muchas veces en las mismas temporadas, de los que retengo apenas algo y rara vez recuerdo dónde leí, qué. Por eso mismo mi mesa de luz se llena a ritmo más rápido de lo que se vacía y termino encajándole frases a autores que no las escribieron y creo, lo que es peor, mezclando el principio de la frase de uno con el medio de la frase de otro y el final de un tercero. Pobre gente. Ha muerto el autor, la pucha, ya lo decían (¿quiénes?), no hay caso. Para su suerte -y mi desgracia-, rápidamente olvido también mis engendros, y ya todo pasa a una amnesia general que me impide rearmar derroteros. Soy malísima para las citas. Para retenerlas, digo. Me aburre. Pasan a mi acervo, supongo, aunque no pueda reproducirlas. En el fondo tengo alma de plagiadora.
Mis libros promesas pasadas de futuro me sorprenden: no recordaba tener en la mesa de luz a Idea Vilariño allá debajo de la pila, con el precioso libraco enorme, tapa dura
La vida escrita. Me duró poco el entusiasmo o el recuerdo porque está allá abajo, lleno de polvo. Menos aún recordaba tener a Jorge Luis Borges con
Prólogos con un prólogo de prólogos (¿cuándo me compré ese libro?). A ese ni lo abrí, según creo. Sí recordaba el libro de correspondencias de Onetti con Julio E. Payró, que me compré a la salida de una conferencia en el Paraninfo de la Universidad. Y por último
Cambio de piel de Carlos Fuentes, herencia de mi madre, es el que corona la pila. Sobre una caja del otro lado de la cama alcanzo a ver los
Cuentos Completos de Cortázar, y
Rayuela, desvencijado pero digno, también herencia de mi madre, libro que amo -texto y materialidad-, que siempre anda por ahí, pese a haberlo jugado ya varias veces, al derecho y al revés; algo raro en mí.
De lejos no identifico los libros que hay debajo. Pero todo esto no dice mucho de mí. Si no agrego que están ahí forrados de polvo, que cada tanto se renueva. ¿Eternas promesas de seducción siempre en suspenso?
Sin embargo hay libros presentes. Los que no llegan a estar sobre la mesa de luz -esta vez literal. Desparramados por la cama y resto de la casa:
Fuera de género. Criaturas de la invención erótica de Roberto Echevarren, prestado, lo empecé a leer en estos días.
El susurro del lenguaje de Barthes, me salió un huevo, pero bien pagado; lo empecé hace un tiempo -lo voy leyendo de a ratos. Hoy lo vi en el escritorio, pero es un libro con patas. Ayer estaba en el living y antes en mi cama, según creo recordar. Y de Littau,
Teorías de la lectura. Libros, cuerpos y bibliomanía, está confabulado con el otro, parece, porque los veo siempre abrazaditos, uno sobre el otro. Y otros de psicoanálisis, que no nombro para no aburrir más con mis desórdenes literarios -y para que no me relajen mis contertulias, por mis escrituras interminables. Mejor me voy a leer un rato el horóscopo. Permiso.
En esta sección, Mesa de luz, deberían figurar los libros que estamos leyendo, aquellos que descansan a lo largo del día, esperándonos cada noche. Pero me he dado cuenta que pocos son los ejemplares que llegan a mi mesa de luz, ya que mi lectura está determinada por los espacios en los que se produce.
¿Qué estoy leyendo hoy?
La lógica del fantasma, Seminario 14 de Lacan, y
El susurro del lenguaje de Barthes, los leo mayormente en las horas libres del consultorio, nunca estarían a mi lado mientras duermo. Insomnio sería el resultado.
Cocina mediterránea y Berreteaga express pertenecen a mi cocina y nunca han subido al primer piso. Algunos ejemplares de la
Revista Lea y
Mafalda están en el baño desde hace meses.
El libro negro de Pamuk, con el que descubro cada noche cómo se ve occidente desde oriente, es el recién llegado a mi mesa de luz, y se apoya sobre
Rayuela de Cortázar.
Los autonautas de la cosmopista de Cortázar, mi conjuro y fetiche desde hace tiempo, me gusta releerlo en el sillón junto a la biblioteca, mientras escucho música, pero él viene conmigo al consultorio, a la cocina, al baño y llega también al dormitorio a velar mi sueño.
Optar por vivir en un lugar alejado del centro de Montevideo, me proporciona la posibilidad de, en los largos viajes de ómnibus de casa a uno de los trabajos o a Humanidades, siempre que consiga un asiento e iluminación potables, leer. El ómnibus se ha convertido en mi lugar principal de lectura. Creo que no sólo los viajes se acortan con un buen libro, sino, y sobre todo, se dignifican. Porque, ¿qué sería de una si no pudiera evadirse del petinatti vespertino, por nombrar solo un programa que muchos choferes insisten con hacer escuchar a los transeúntes? ¿Qué será de los que no tengan cómo esquivar la risa fácil e irrespetuosa, el drama humano refritado y vendido en el acto por la módica suma de cinco minutos de protagonismo berreta, la burla procaz y malpensada como leitmotiv de la radiocomunicación? No lo sé.
Las maletas del viajero, una antigua recopilación de delicadas y reflexivas crónicas de José Saramago, me refugia y me salva de tales tempestades estos días.
En casa, para los ratos libres que son sobre todo los fines de semana, retomé un artículo de Paul Ricoeur que hacía años había tenido que estudiar para el IPA. A poco de retomar dicha lectura, tuve la suerte de hacerme del libro: Hermenéutica y Acción, una joya para leer con lupa. En eso estoy.
Entre los libros que uso para consultas sobre corrección de textos, los ineludibles son Palabras más, palabras menos, de M. Cristina Dutto, Silvia Soler y Silvana Tanzi; y, por supuesto, Ortografía y ortotipografía del español actual, de José Martínez de Sousa. Ellos, si bien tienen su lugar en uno de los estantes de la biblioteca del living, se encuentran siempre sobre el tocadiscos, en el escritorio cerca del teclado, o en la mesa de luz, etcétera.
Por último aunque quizás debería haber empezado por aquí: me gusta mucho la poesía. Entre mis poetas de cabecera están, por supuesto, Miguel Hernández e Idea Vilariño, que me acompañan desde hace muchísimos años. Así pues, dos antologías poéticas de M. Hernández, y Poesía Completa de Idea, permanecen bien a mano, junto al sillón y la lámpara, en el estante del teléfono. Es uno de mis momentos más disfrutables quedarme en el sillón a leer y releer –aunque a veces la recuerde de memoria, cada vez como si fuera la primera, un poco de su poesía.